Su primera clase fue un desastre. Le pidieron crear un platillo original. Entró en pánico. El sistema no podía darle algo que yo nunca había creado. Presentó una versión torpe de uno de mis platillos, y aunque técnicamente estaba bien, los chefs notaron la falta de creatividad, la ausencia de espíritu.
"Tiene la técnica de un maestro, pero el alma de una copista", dijo uno de los instructores.
Isabella sonrió, manipuladora como siempre, y culpó a la presión. La gente, encantada con su historia de "niña prodigio", le creyó. Pero la duda ya estaba sembrada.
Yo, mientras tanto, llegué a Oaxaca hecha un trapo. El mercado "El Corazón de la Tierra" no era un lugar turístico. Era un laberinto de puestos improvisados, olores a tierra mojada, a copal, a hierbas desconocidas. La gente me miraba con desconfianza. Era una extraña en su mundo.
Pasé días deambulando, débil y hambrienta, hasta que mis pies me llevaron a un pequeño molino de piedra al fondo del mercado. Allí, un anciano de piel curtida y ojos profundos molía maíz con una lentitud ritual. No dije nada, solo me senté en el suelo y observé.
Durante tres días, no me moví. Solo miraba cómo el anciano trabajaba, cómo hablaba con el maíz, cómo el nixtamal se transformaba en masa bajo la pesada piedra. El anciano nunca me habló.
Al cuarto día, mi cuerpo no pudo más. Me desmayé.
Desperté en un petate, dentro de la humilde choza del molinero. Me había dado un atole caliente y unas tortillas recién hechas. Eran las tortillas más simples y a la vez más deliciosas que había probado en mi vida.
"El maíz te rechazó porque tú te rechazaste primero", dijo el anciano, sin mirarme. Fue lo primero que me dijo.
"Me lo robaron todo", susurré con la voz rota.
"Nadie puede robar lo que nace de la tierra y del corazón", respondió. "Solo pueden robar la apariencia. El espíritu sigue ahí, esperando ser despertado."
Bajo su tutela, comencé mi verdadero entrenamiento. No me enseñó recetas. Me enseñó a escuchar. A escuchar al viento, a la tierra, al maíz. Me puso a trabajar desde el amanecer hasta el anochecer. Cargar los sacos de maíz, preparar el nixtamal, girar la pesada piedra del molino hasta que mis brazos gritaban de dolor y mis manos sangraban.
Era un infierno. Cada día era una tortura. Mi cuerpo, ya debilitado, se rompía y se reconstruía una y otra vez. Pero con cada herida, con cada gota de sudor, sentía que algo cambiaba dentro de mí. Ya no pensaba en las recetas de la abuela. Empecé a sentir los ingredientes. Entendí que la cocina no era una fórmula, era una conversación.
Una noche, mientras molía maíz bajo la luna, ocurrió. Sentí una conexión profunda, una energía que no venía de un "sistema" artificial, sino de la tierra misma, subiendo por mis pies, recorriendo mi cuerpo y concentrándose en mis manos. La masa que estaba moliendo se volvió dócil, viva.
Tomé un poco, la palmeé. La tortilla se infló en el comal, perfecta, dorada. Olía a hogar. Pero no al hogar que había perdido. Olía a mi hogar.
Había despertado. Mi talento no solo había regresado, se había transformado. Era más fuerte, más puro, más mío que nunca.
Podía sentir el poder vibrando en mis venas, un poder que me impulsaba a seguir, a volverme invencible. Pero me detuve. Recordé la arrogancia de Isabella. La arrogancia que la llevaría a su caída. No, yo no cometería el mismo error. Regresaría, pero no como una diosa invencible. Regresaría como Sofía.
Justo en ese momento, un comerciante que llegaba de la ciudad de México trajo un periódico viejo. En la portada, una foto de Isabella llorando en la semifinal del concurso. El titular decía: "El prodigio se desmorona: Isabella incapaz de crear bajo presión". Su platillo había sido un fracaso total.
El viejo molinero me miró. "Es hora."
Mi abuela, en la transmisión en vivo, tenía una expresión de profunda confusión y... ¿nostalgia? "Su técnica es impecable", dijo al entrevistador, "pero le falta... le falta el sazón de Sofía."
Esa fue mi señal.
En la gran final del Concurso Nacional de Cocina Mexicana, cuando los finalistas estaban a punto de ser presentados, las puertas del auditorio se abrieron de golpe.
Entré.
No llevaba un filipino de chef, sino la ropa sencilla y gastada del mercado. Mis manos no eran suaves y cuidadas, estaban callosas y marcadas por el trabajo duro.
El silencio fue total. Todos los ojos, todas las cámaras, se giraron hacia mí. Isabella palideció. Mi abuela se puso de pie de un salto, con los ojos abiertos como platos.
"He vuelto", dije, con una voz tranquila pero que resonó en todo el lugar. "Y he venido a reclamar lo que es mío."