Los visores de equipos profesionales ya preguntaban por "El Fénix" Ramírez, el apodo que me gané por mi habilidad para aparecer de la nada y marcar el gol decisivo.
Mi futuro era una línea recta hacia el éxito, hasta que un acto de supuesta caballerosidad lo torció todo.
Laura Pérez, la chica más popular de la escuela, aspirante a actriz con una sonrisa que escondía más de lo que mostraba, estaba siendo molestada en un callejón por Alejandro "El Jefe" Morales.
Alejandro era el hijo de un empresario con tanto dinero y poder que las reglas no aplicaban para él.
Lo vi empujarla contra la pared.
Escuché su risa cruel.
No lo pensé. Mi instinto, el que mi padre me enseñó, el de ayudar al desvalido, se apoderó de mí.
Me metí, empujé a Alejandro y ayudé a Laura a levantarse.
Ella me miró con ojos llorosos, llenos de un agradecimiento que, ahora sé, era la mejor actuación de su vida.
"Gracias, Ricardo. Me salvaste."
Esas palabras fueron mi sentencia.
Al día siguiente, dos policías me esperaban en la puerta de la escuela.
Laura estaba a su lado, llorando, señalándome con un dedo tembloroso.
"Fue él," sollozó. "Él me atacó."
Mi mundo se detuvo.
La acusación era un veneno que se esparció rápido. La academia me suspendió de inmediato, la investigación de la beca se detuvo. Los amigos me dieron la espalda. Las miradas de admiración se convirtieron en susurros de desprecio.
De "El Fénix" pasé a ser "El Monstruo".
Mi padre no lo dudó ni un segundo.
"Mi hijo no es un criminal," le dijo a todo el que quisiera escuchar, con la frente en alto y la voz firme.
Dejó su puesto de tacos, su única fuente de ingresos, y se dedicó día y noche a buscar pruebas de mi inocencia. Hablaba con gente, buscaba cámaras, intentaba encontrar a alguien que hubiera visto algo.
Se estaba consumiendo, pero su fe en mí era inquebrantable.
Una noche, recibió una llamada. Alguien anónimo le dijo que tenía un video que probaba mi inocencia, que lo viera en una bodega abandonada en las afueras de la ciudad.
Mi padre fue sin dudarlo.
Fue una trampa.
Lo encontraron a la mañana siguiente. La policía lo llamó un "accidente". Un incendio. No quedó nada. Ni cuerpo, ni evidencia. Solo la noticia que me partió el alma en mil pedazos.
Mi padre, mi único soporte, mi héroe, había muerto intentando limpiar un nombre que nunca debió ser manchado.
El dolor era tan grande que me asfixiaba. La culpa me carcomía. Si no hubiera intervenido, si me hubiera quedado callado, mi padre seguiría vivo, sonriendo detrás de su comal.
Meses después, el caso se cerró por falta de pruebas consistentes. Me declararon libre de cargos, pero yo ya estaba condenado. Había perdido mi beca, mi futuro, mi honor y a mi padre.
Me hundí en la miseria, trabajando en lo que fuera para apenas sobrevivir.
Una tarde, mientras lavaba platos en un restaurante de lujo, los vi.
Laura Pérez y Alejandro Morales.
Entraron riendo, tomados de la mano. Él le susurró algo al oído y ella soltó una carcajada cristalina, la misma que había usado para agradecerme.
Se sentaron en una mesa cerca de la cocina. No pude evitar escuchar.
"Fuiste una genio, mi amor," dijo Alejandro, besando su mano. "Ese idiota de Ricardo se lo creyó todo. Y su estúpido padre también."
Laura sonrió, una sonrisa fría, sin rastro de la chica vulnerable que yo "salvé".
"Era necesario, Ale. Ricardo te estaba haciendo sombra en el equipo, y tu padre no iba a permitirlo. Además, la publicidad de 'pobre víctima' me consiguió el papel en la nueva novela."
Mi sangre se congeló.
Así que todo fue una mentira.
Una red de corrupción y ambición.
Mi futuro, la vida de mi padre... todo sacrificado por un capricho, por un papel en la televisión.
La rabia me cegó.
Salí de la cocina, con el delantal sucio y las manos mojadas.
Me paré frente a su mesa.
"Ustedes," dije, con la voz rota por el odio. "Ustedes mataron a mi padre."
Alejandro me miró con desprecio, como si viera a una cucaracha.
"Lárgate de aquí, muerto de hambre," siseó. Se levantó y me empujó.
Me abalancé sobre él. La rabia me dio una fuerza que no sabía que tenía. Los platos volaron, la gente gritó.
Sus guardaespaldas aparecieron de la nada. Me sujetaron. Alejandro se acomodó el traje y, con una sonrisa torcida, me dio un puñetazo en el estómago que me sacó el aire.
Caí de rodillas, sin poder respirar.
"Un estorbo, igual que tu padre," escupió Alejandro.
Me levantó la cabeza por el cabello. Pude ver el pánico en los ojos de Laura, no por mí, sino por el escándalo.
"Acaben con él," ordenó Alejandro a sus hombres.
Me arrastraron a un callejón trasero. Los golpes llovieron sobre mí. Sentí mis costillas romperse, el sabor metálico de la sangre en mi boca.
Mi último pensamiento fue para mi padre.
Le fallé.
Luego, todo se volvió negro.
Y de repente...
El olor a cebolla asada y cilantro picado.
Abrí los ojos.
Estaba de pie, en la misma calle, frente al mismo callejón. El sol de la tarde bañaba la acera.
Escuché una voz familiar, un grito agudo pidiendo ayuda.
"¡Suéltame!"
Era la voz de Laura Pérez.
Miré mi reloj.
Estaba en el pasado. Justo en el momento en que todo comenzó.
Una segunda oportunidad.
Esta vez, no habría héroes.
Solo un Fénix resurgiendo de sus cenizas para cobrar venganza.