Mi mente, como un proyector averiado, repetía la película de mi primera vida una y otra vez.
Reviví el momento exacto en que mi ingenuidad me condenó.
Corrí hacia el callejón sin pensarlo dos veces.
"¡Oye, déjala en paz!" grité, mi voz llena de una justa indignación que ahora me parecía ridícula.
Alejandro se giró, sorprendido. Su expresión cambió de la crueldad a la molestia, como si yo fuera un insecto zumbando en su oído.
"¿Y tú quién eres para meterte?"
"Alguien que no tolera a los abusones," respondí, plantándome entre él y Laura.
Ayudé a Laura a levantarse. Sus manos temblaban, o al menos eso parecía. Me miró con sus grandes ojos marrones, llenos de lágrimas falsas.
"Gracias," susurró. "No sé qué hubiera hecho."
Alejandro nos miró con una sonrisa torcida y se marchó, no sin antes lanzarme una mirada que prometía problemas.
No le di importancia. Me sentía orgulloso, un héroe anónimo.
Esa noche, llegué a casa con el pecho inflado de orgullo. El olor de los tacos de mi padre me recibió como siempre.
Estaba sentado en un pequeño banco, contando las monedas del día. Levantó la vista y me sonrió.
"¿Qué tal el entrenamiento, campeón?"
"Bien, papá. Pero hoy pasó algo más," le dije, y le conté toda la historia.
Mientras hablaba, su sonrisa se hizo más grande. Sus ojos brillaban con un orgullo que era mi mayor recompensa.
Cuando terminé, me puso una mano en el hombro. Su mano era callosa por el trabajo, pero su tacto era el más suave del mundo.
"Ese es mi hijo," dijo. "Un hombre de bien, que defiende lo correcto. Estoy muy orgulloso de ti, Ricardo."
Ese recuerdo, antes mi tesoro, ahora era una daga en mi corazón. La calidez de su orgullo fue el preludio de la tormenta que se desataría.
A la mañana siguiente, la realidad me golpeó con la fuerza de un tren.
Llegué a la escuela y vi a Laura cerca de la entrada. No estaba sola.
Dos policías uniformados la flanqueaban.
Mi corazón dio un vuelco. Pensé que estaba allí para formalizar una denuncia contra Alejandro. Qué iluso.
Cuando me vio, su rostro se descompuso en una máscara de terror. Levantó un brazo tembloroso y me señaló.
"¡Es él! ¡Oficiales, es él!" gritó, su voz cargada de un pánico desgarrador.
Los estudiantes que pasaban se detuvieron. Se formó un círculo a nuestro alrededor.
Yo estaba paralizado, confundido.
¿Él? ¿Yo?
Uno de los policías se acercó a mí.
"Joven, necesitamos que nos acompañe."
Laura comenzó su actuación estelar. Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras relataba una historia completamente inventada.
"Ayer... ayer me siguió hasta un callejón," sollozaba, mirando a la multitud, buscando su simpatía. "Intentó... intentó abusar de mí. Y él," dijo, señalándome de nuevo, "él apareció y lo detuvo, pero... pero luego me exigió... me dijo que le debía algo... que si no hacía lo que él quería, le diría a todos que yo lo había provocado."
Cada palabra era un martillazo en mi cabeza.
Blanco y negro se mezclaron. La verdad y la mentira bailaron un tango macabro.
Me convirtió de salvador a extorsionador en menos de un minuto.
La multitud jadeó. Los susurros se convirtieron en acusaciones a viva voz.
"No puedo creerlo."
"Siempre pareció tan buen chico."
"Las apariencias engañan."
Miré a Laura, buscando una explicación, una señal de que todo era un error terrible.
Pero sus ojos, a través de las lágrimas, me miraban con una frialdad calculadora.
En ese instante, mi cerebro se apagó.
No podía procesar la magnitud de la traición.
Era como si el suelo se hubiera abierto bajo mis pies, tragándose todo lo que yo era, todo en lo que creía.
Solo sentía un vacío inmenso, una confusión tan profunda que me dejó mudo e indefenso mientras los policías me ponían las manos en la espalda.