Intenté moverme, pero mis piernas no respondieron, un peso muerto e inútil. Mis brazos apenas lograron un temblor patético sobre el asfalto frío y húmedo de un callejón apestoso. Quise abrir los ojos para entender dónde estaba, pero solo encontré una oscuridad densa, infinita. No era la oscuridad de la noche, era una negrura interna, rota. Me habían dejado ciego. Los golpes habían sido precisos, salvajes, calculados para destrozarme sin matarme, para dejarme como un despojo humano. Un recuerdo vago de sus risas mientras me pateaban en el suelo era lo último que conservaba antes de que todo se volviera negro.
"¿Crees que ya se murió?"
La voz de Sofía, mi prometida, sonó cerca. Tan cerca que pude sentir la vibración en el suelo.
"No sé y no me importa" , respondió Ricardo, mi hermano de crianza, su voz cargada de un desprecio que nunca antes le había escuchado. "Lo importante es que ya no estorba. El imbécil del mariachi por fin está donde debe estar, en la basura" .
Mi corazón, que pensé que ya no podía romperse más, se hizo pedazos. Sofía. Ricardo. Las dos personas que más quería en el mundo, después de mi madre, Doña Elena.
"No hables así, Ricardo" , dijo Sofía, pero no había compasión en su voz, solo un nerviosismo superficial. "¿Y si alguien lo encuentra?"
"¿Y qué? ¿Quién va a creerle a un músico de quinta, ciego y tullido? Mi mamá ya tiene todo arreglado. En unas horas, Armando Robles será solo una nota triste en el periódico de ayer" .
Sentí sus pasos acercándose. Me encogí por instinto, esperando otro golpe, otra patada. Pero no hicieron nada. Solo se quedaron ahí, mirándome como a un animal atropellado.
Entonces llegó ella. Doña Elena. La mujer que me crió, la que yo creía mi madre biológica. Sus tacones resonaron en el callejón con una autoridad helada.
"¿Qué hacen aquí todavía? Váyanse. Yo me encargo de esto" .
Su voz era un témpano de hielo. Ni una pizca de la calidez con la que me hablaba cada mañana.
"Mamá, ¿estás segura?" , preguntó Ricardo, con un deje de duda.
"Claro que estoy segura" , respondió ella, y su siguiente frase me aniquiló por completo. "Tú eres mi verdadero hijo, Ricardo. El único heredero de la fortuna Robles. Armando nunca debió existir. Fue un error, un estorbo para asegurar tu futuro, el futuro que te corresponde por sangre" .
Un trueno retumbó en mi cabeza. ¿Su verdadero hijo? ¿Heredero por sangre? No entendía nada. El mundo se me vino abajo.
"Él es el hijo de ese infeliz de Carlos" , continuó Doña Elena, escupiendo el nombre de mi padre, Don Carlos, a quien ella siempre me dijo que había muerto loco en un psiquiátrico. "Y de esa sangre no quiero nada. Lo intercambié al nacer por ti, mi Ricardo. Tú eres hijo de Pedro, el único hombre que he amado. Era la única forma de que tuvieras la vida que merecías" .
Pedro. El capataz de la hacienda. Un hombre cruel que siempre me había mirado con odio. ¿Él era el padre de Ricardo? ¿Y mi padre, Don Carlos, no estaba muerto? Todo era una mentira. Mi vida entera, una farsa monumental construida por la mujer que yo llamaba "mamá". La traición era tan profunda, tan vasta, que el dolor físico se volvió insignificante.
De repente, sentí una mano en mi mejilla. Era suave, pero su contacto me quemó como ácido.
"Ay, mi niño. Mi Armando" , susurró Doña Elena, su voz ahora llena de una falsa ternura que me revolvió el estómago. "¿Qué te pasó, mi vida? ¿Quién te hizo esto?" .
Estaba actuando. Para mí. Creyéndome inconsciente, o quizás tan roto que ya no importaba. Quería gritarle, llamarla monstruo, pero mi garganta solo emitió un gemido ahogado.
"Tranquilo, mi amor. Mamá está aquí. Te cuidaremos" , dijo, y sentí que me acomodaba la cabeza sobre algo un poco menos duro.
Mentira.
Todo era mentira.
En la oscuridad total de mis ojos y de mi alma, una sola cosa quedó clara: me habían quitado todo. Mi carrera como mariachi, mi futuro con Sofía, mi salud, mi vista, mis piernas. Pero lo más cruel es que me habían robado mi propia historia, mi identidad. Y ahora, los mismos que me lo arrebataron, fingían consolarme en mis ruinas. La rabia, fría y afilada, comenzó a nacer en el fondo de mi ser. Ya no era el ingenuo Armando Robles. Ese había muerto en este callejón. El que quedaba era solo un hombre con un deseo ardiente de justicia.