Me habían trasladado del callejón a un cuarto miserable en alguna clínica de mala muerte. El olor a desinfectante barato y a enfermedad se mezclaba con el de mi propio cuerpo descuidado. El dolor en mi espalda y piernas era una constante, un recordatorio de que nunca volvería a caminar, a pararme en un escenario con mi guitarra. La negrura en mis ojos seguía ahí, inmutable. Cada sonido era una amenaza, cada silencio, una tortura. Estaba al borde de ser abandonado por completo, lo sentía en la forma en que las enfermeras hablaban en voz baja cuando entraban, como si ya fuera un caso perdido.
Un día, la puerta se abrió de golpe y un murmullo de voces llenó el pasillo.
"¿Es este? ¿El mariachi famoso que se metió con la gente equivocada?"
"Dicen que lo dejó su novia por su propio hermano. ¡Qué escándalo!"
"Míralo, parece un perro. ¿Y así quería casarse con la señorita Sofía?"
Eran reporteros. Buitres. Ricardo los había traído, no tenía duda. Escuché el clic-clic-clic de las cámaras, flashes que yo no podía ver pero que sentía como golpes en la cara. Me sentí desnudo, exhibido en mi miseria. Querían la foto del ídolo caído, la carnada perfecta para sus periódicos amarillistas.
"¡Señor Robles! ¿Es verdad que su familia lo ha desheredado?"
"¿Qué le hizo a Doña Elena para que lo echara a la calle?"
"¿Sofía lo engañaba con Ricardo desde hace mucho?"
Las preguntas eran como avispas, zumbando a mi alrededor, picándome. Intenté taparme los oídos, pero mis brazos no me obedecían bien. Me sentía tan impotente, tan humillado.
Y entonces, en medio del caos, la voz de Doña Elena se alzó, clara y autoritaria, desde la puerta. No se dirigía a mí, sino a ellos.
"Les pido por favor que se retiren" , dijo, con un tono de matriarca dolida pero firme. "Como familia, estamos pasando por un momento muy difícil. Armando, lamentablemente, ha tomado decisiones muy equivocadas que lo han llevado a esta terrible situación. Por el bien de nuestro apellido y por su propia seguridad, hemos decidido que lo mejor es que siga su camino lejos de nosotros. La familia Robles ya no tiene ninguna relación con él" .
Silencio. Un silencio denso, pesado. Luego, un frenesí de flashes y preguntas.
La había escuchado bien. Públicamente. Me había repudiado. Había cortado el último hilo que me unía a esa vida, a esa mentira. El dolor en mi pecho fue tan agudo que ahogó el dolor físico. Un grito desgarrador salió de mi garganta, un sonido animal, lleno de rabia y desesperación. Grité hasta que me dolió el aire en los pulmones, hasta que las lágrimas, las primeras desde la golpiza, brotaron de mis ojos inútiles y rodaron por mis mejillas sucias.
"¡Ya basta! ¡Fuera de aquí!" , gritó Doña Elena a los periodistas, ahora sí, actuando su papel de madre protectora a la perfección. "¿No ven que le hacen daño? ¡Largo!" .
Escuché el barullo de la gente siendo empujada fuera del cuarto, las quejas, la puerta cerrándose.
El silencio volvió a caer, solo interrumpido por mis sollozos ahogados.
Sentí su presencia a mi lado otra vez. Su perfume caro invadiendo el aire viciado de la habitación.
"Ya, ya, tranquilo" , dijo con esa voz falsa y suave. "Ya se fueron. Nadie más te molestará" .
Quería escupirle, decirle que ella era la que más me molestaba, la que más me había dañado. Pero estaba exhausto. El cuerpo y el alma no me daban para más. La humillación, la traición, el dolor... todo era una marea negra que me arrastraba hacia el fondo.
Mientras la consciencia se me escapaba, hundiéndome en un pozo oscuro y profundo, creí escuchar una voz lejana, una voz familiar y rasposa que gritaba mi nombre.
"¡Armando! ¡Compadre, aguanta!"
Era la voz del Chato, el guitarrista de mi mariachi. ¿Era real o solo un sueño, un último eco del mundo que había perdido? Me aferré a ese sonido mientras todo se desvanecía. Era mi única esperanza.