Corazón Roto, Alma Marcada
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Capítulo 1

El dolor se fue de golpe, así, sin más.

Un segundo antes, cada parte de mi cuerpo gritaba, sentía cómo me arrancaban la esencia, un tormento sin fin en la oscuridad helada del Mictlán. Al siguiente, todo era calma. Una calma extraña, como el silencio después de un trueno que te deja zumbando los oídos.

Abrí los ojos.

No estaba en la oscuridad. Estaba en mi habitación, en la casa de mi familia, los Flores. La luz del sol entraba por la ventana, tibia, y olía a tierra mojada y a flores de cempasúchil.

Me senté en el petate, confundida. Mi cuerpo se sentía ligero, fuerte, lleno de vida. No había rastro de las heridas, ni de la tortura, ni del frío de la muerte.

Miré mis manos. Jóvenes. Fuertes. Las manos de una guerrera, no las de un alma destrozada.

Entonces lo entendí. El calendario de piedra colgado en la pared marcaba el día. El día de la ceremonia. El día en que todo se fue al carajo.

Había vuelto. Había regresado al día en que mi hermano, Quetzal, profanó el Corazón de Maíz.

El recuerdo me golpeó con la fuerza de un mazo. La imagen de Quetzal, mi hermano, el elegido, el orgullo de nuestro pueblo, de pie frente al altar. A su lado, esa mujer, Itzpapalotl, disfrazada de belleza y dulzura, susurrándole al oído. La llamaban La Llorona, una leyenda que se hizo carne para alimentarse de nuestra desesperación.

Vi de nuevo en mi mente cómo Quetzal, con los ojos llenos de una ambición oscura que nunca antes le había visto, levantaba el Corazón de Maíz. La reliquia sagrada que por generaciones mi familia había protegido, la que aseguraba que la tierra diera frutos y que nuestra gente prosperara.

Y lo vi profanarlo. Romper el sello ancestral bajo la mirada sonriente de esa mujer.

En mi vida pasada, yo corrí. Grité. Intenté detenerlo.

-¡Quetzal, no!

Pero fue inútil. La Llorona se interpuso, riendo, y con un último acto de malicia, se sacrificó, sellando la maldición con su propia esencia oscura. La tierra tembló, el cielo se oscureció y el Corazón de Maíz se agrietó, liberando una plaga de sequía y hambre.

Lo que vino después fue un infierno. Quetzal, corrompido, se convirtió en un monstruo. Masacró a nuestra gente, a nuestros vecinos, a los Guerreros Águila y Jaguar que intentaron detenerlo. Su risa resonaba mientras el pueblo ardía.

Y a mí... a mí me guardó para el final. Me torturó. Me despojó de mi esencia vital, poco a poco, saboreando mi dolor, mientras me recordaba que todo era mi culpa por no ser la elegida, por ser más débil. Su odio era lo último que vi antes de que mi alma fuera condenada al Mictlán.

Pero ahora estaba aquí. Viva. Entera.

Una parte de mí, la Xochitl de antes, quería correr de nuevo. Quería ir al templo, gritarle a Quetzal, advertir a todos.

Pero el recuerdo del Mictlán me detuvo. El dolor, la desesperación, la soledad infinita. Eso me había cambiado. Me había hecho más sabia, más dura.

No. No volvería a cometer el mismo error.

Mi primer impulso fue salvar a mi hermano, pero el Quetzal que yo amaba murió en el momento en que escuchó a esa mujer. Intentar salvarlo solo me llevaría a la misma tumba.

Mi gente. Mi pueblo. Ellos eran lo importante.

Me levanté, con una calma que me sorprendió a mí misma. Fui a mi baúl y saqué una pequeña obsidiana pulida, una Piedra de Memoria. Un artilugio que los Tlamatinime, los sabios, usaban para grabar momentos importantes.

En mi vida anterior, la había dejado olvidada. Esta vez, la metí en mi bolsa. Era una prueba. Una que necesitaría más adelante.

Luego, salí de mi habitación. En lugar de ir hacia el templo principal, me dirigí al mercado. La gente me saludaba, sonriente, ajena a la catástrofe que se cernía sobre ellos. Les devolvía el saludo, pero mi mente ya estaba trabajando.

En la vida pasada, Quetzal, en su locura, había destruido el granero principal. Pero también había pasado por alto los almacenes secretos de los comerciantes, donde guardaban las semillas más resistentes y los granos secos para las emergencias.

Fui a ver a un viejo amigo de mi padre, un comerciante de granos.

-Don Eladio, buenos días.

-Xochitl, qué milagro. ¿No deberías estar preparándote para la ceremonia de tu hermano?

-Precisamente por eso vengo -dije, poniendo mi cara más seria-. El Anciano Sabio tuvo una visión. Dice que los dioses piden una ofrenda extra de maíz y frijol, de las reservas especiales. Para asegurar una bendición aún mayor para Quetzal.

Don Eladio me miró, dudoso.

-¿Una visión? El Tlamatini no me ha dicho nada.

-Fue repentina. Me envió a mí directamente para no causar pánico. Dijo que usted era el hombre más confiable para esta tarea discreta.

Mentí sin titubear. La Xochitl de antes se habría sonrojado, pero la mujer que regresó del Mictlán sabía que a veces una mentira piadosa puede salvar vidas.

Funcionó. El orgullo hinchó el pecho de Don Eladio. Me vendió a bajo costo una cantidad considerable de semillas y granos, que escondí en una cueva abandonada en las afueras del pueblo. Mi propio almacén secreto.

Mientras caminaba de regreso, vi a Quetzal a lo lejos, caminando hacia el templo. A su lado, invisible para todos menos para mí, caminaba la sombra de Itzpapalotl. Él reía, lleno de arrogancia. El "elegido".

No sentí tristeza. Ni rabia. Solo una fría determinación.

Esta vez, no iba a detener la traición. Iba a dejar que ocurriera.

Pero iba a estar preparada para las consecuencias. Y cuando llegara el momento, no sería yo la que cayera.

"Lo siento, hermano", pensé, mientras apretaba la Piedra de Memoria en mi bolsa. "Pero ya elegiste tu camino. Ahora yo tengo que elegir el mío".

Y mi camino era proteger a nuestra gente, incluso si eso significaba sacrificar al hijo predilecto.

            
            

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