Corazón Roto, Alma Marcada
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Capítulo 3

Le conté todo al Anciano Sabio. Mi renacimiento, el tormento en el Mictlán, y mi decisión de no intervenir directamente en la traición de Quetzal. Le entregué la Piedra de Memoria, la prueba irrefutable de lo que había sucedido y de lo que estaba por suceder.

El Tlamatini sostenía la obsidiana como si le quemara. Su rostro, normalmente sereno, era una máscara de furia y dolor.

-Ese... monstruo. Usar el nombre de La Llorona para ocultar su verdadera naturaleza... Itzpapalotl... una entidad del inframundo que no habíamos visto en siglos.

-Manipuló a Quetzal -dije, mi voz sin emoción-. Explotó su orgullo, su necesidad de ser el mejor. El vacío en su corazón era la puerta de entrada perfecta.

-Pero Quetzal... siempre fue un buen muchacho. Orgulloso, sí, pero leal. ¿Cómo pudo caer tan bajo? -El Anciano Sabio estaba genuinamente desconcertado. No podía conciliar la imagen del joven que había visto crecer con el monstruo de la grabación.

-La oscuridad no siempre ruge, a veces susurra -respondí, recordando las palabras que Itzpapalotl le decía a mi hermano-. Le prometió un poder que nuestro pueblo nunca podría darle. Un poder para gobernar, no para proteger. Y él lo aceptó.

El Anciano suspiró, un sonido cargado de pesar. Dejó la piedra sobre la mesa y me miró.

-¿Y ahora qué, Xochitl? ¿Cuál es tu plan?

Metí la mano en mi bolsa y saqué varias hierbas raras y piedras de energía que había recolectado. En mi vida anterior, estas riquezas naturales habían sido destruidas o corrompidas por la plaga. Esta vez, las había recolectado antes de que la maldición se extendiera.

-Esto es para usted, Tlamatini. Son catalizadores de energía. En mi vida pasada, usted agotó su fuerza vital tratando de contener la maldición. Esta vez, necesita ser más fuerte. Necesitamos que sea nuestro pilar.

El Anciano miró los tesoros con asombro. Eran suficientes para elevar su poder a un nivel superior.

-Hija mía... tú necesitas esto más que yo.

-Yo encontraré mi propio camino hacia el poder. Usted debe guiar a nuestra gente. Su sabiduría es nuestra luz en esta oscuridad. Yo seré la espada.

El Tlamatini tomó las hierbas, sus viejas manos temblando ligeramente. Una lágrima rodó por su arrugada mejilla.

-Has madurado más en unos pocos días que otros en toda una vida.

Nos quedamos en silencio por un momento, el peso de nuestro conocimiento compartido llenando la habitación.

-¿Qué hacemos con Quetzal? -preguntó finalmente el Anciano-. No podemos dejar que siga masacrando a nuestra gente.

-No podemos. Pero tampoco podemos declararlo un traidor todavía. La gente no lo entendería. Necesitamos que el mundo vea su verdadera cara.

-¿Y mientras tanto? ¿Dejamos que el mal triunfe?

-No. Lo contenemos. Minimizamos el daño. Y reunimos aliados. En mi vida pasada, cuando Quetzal atacó a los otros pueblos, nadie entendió por qué. Fuimos aislados. Esta vez, les advertiremos. Les daremos pruebas.

-¿Y qué hay de Quetzal? -insistió el Anciano, su corazón todavía aferrado a un hilo de esperanza por el niño que había conocido-. ¿No hay redención para él?

Miré al Anciano Sabio, y por primera vez, dejé que viera el frío del Mictlán en mis ojos.

-La redención es algo que se gana, Tlamatini. Él eligió su camino. Yo ya lloré por mi hermano. Ese luto terminó. Ahora solo queda la justicia.

El Anciano Sabio pareció envejecer diez años ante mis ojos, pero luego, una nueva determinación se asentó en su rostro.

-Tienes razón. Mi compasión no debe cegar mi deber. Protegeremos a nuestro pueblo. Juntos.

-Juntos -afirmé.

Salí de la biblioteca con un nuevo propósito. Ya no estaba sola en esto. Tenía al líder espiritual de mi pueblo de mi lado.

Mi deber ahora era simple: volverme más fuerte. Mucho más fuerte. Porque sabía que la confrontación final con Quetzal era inevitable. Y esta vez, cuando llegara, no sería yo la que suplicara por su vida.

            
            

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