Corazón Roto, Alma Marcada
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Capítulo 2

Dejé que la ceremonia siguiera su curso. Me quedé en mi cueva, meditando, mientras escuchaba a lo lejos el estruendo y los gritos de pánico cuando la maldición se desató. Cada grito era un recordatorio de lo que había perdido, pero también fortalecía mi resolución.

En los días que siguieron, el pueblo se sumió en la desesperación. La tierra se secó, las plantas se marchitaron y el hambre empezó a apretar. Quetzal, ahora una figura temible con los ojos inyectados de oscuridad, patrullaba el pueblo con una crueldad que helaba la sangre.

Nadie me prestaba atención. La hija menor, la que no fue elegida, era invisible. Y eso era perfecto.

Usé ese tiempo. Entrené en secreto, día y noche. En mi vida pasada, mi cultivo de energía espiritual, mi nahualli, siempre había sido lento. Me decían que no tenía el talento de mi hermano, que mi corazón era puro pero mi poder era débil. Los otros jóvenes guerreros se burlaban de mí a mis espaldas.

Siempre corría a buscar la protección del Anciano Sabio, el Tlamatini, que era como un abuelo para mí. Él me defendía, me consolaba y me decía que mi camino era diferente.

Ahora entendía por qué mi progreso había sido tan lento. Mi devoción a la familia, mi preocupación por la aprobación de Quetzal, mi miedo a no ser suficiente... todo eso había sido un ancla.

Pero la muerte te quita muchas anclas.

Liberada de esos lazos, mi nahualli fluyó como un río desbordado. La energía que antes apenas podía reunir ahora corría por mis venas. Cada movimiento, cada golpe, era más fuerte, más rápido. En unas pocas semanas, alcancé un nivel que me había costado años en mi vida anterior.

No solo entrenaba mi cuerpo. También honraba a los dioses y a mis ancestros, pero de una forma más personal, más profunda. Mi fe no estaba en los rituales vacíos que Quetzal había profanado, sino en el espíritu inquebrantable de mi pueblo, en la sabiduría de la tierra misma. Amaba a mi gente, al Tlamatini, a los guerreros leales que aún resistían. Mi compasión no era una debilidad, era la fuente de mi nuevo poder.

Un día, mientras vigilaba los movimientos de Quetzal desde lejos, lo vi entrar en el Templo del Sol, donde los Guerreros Águila y Jaguar tenían su cuartel. Mi corazón se detuvo. Sabía lo que venía.

Corrí. No para enfrentarlo, sino para llegar al Anciano Sabio.

Lo encontré en la biblioteca del templo, rodeado de códices antiguos, con el rostro surcado por la preocupación.

-Tlamatini -dije, sin aliento.

-Xochitl, hija mía. ¿Dónde has estado? Tu hermano...

-Lo sé. Y está a punto de hacer algo terrible. Va a atacar a los Guerreros del Sol.

El Anciano me miró, sus ojos viejos y sabios buscando la verdad en los míos.

-¿Cómo lo sabes?

Saqué la Piedra de Memoria.

-Porque ya lo he vivido.

Le mostré la grabación de mi vida pasada. La profanación. La masacre. Mi propia tortura y muerte. El Anciano Sabio miró la obsidiana, su rostro pasando del asombro al horror, y finalmente a una profunda tristeza. Cuando la proyección terminó, estaba temblando.

-Los dioses han sido misericordiosos contigo, niña... y con nosotros. Nos han dado una segunda oportunidad.

-No hay tiempo -le urgí-. Quetzal está corrompido. Ya no es mi hermano. Es un títere de la oscuridad.

El Anciano Sabio asintió, su expresión endureciéndose.

-Tienes razón. Pero atacar a Quetzal directamente ahora... Sería un desastre. La gente todavía lo ve como el elegido, aunque esté maldito. Pensarían que lo traicionamos.

-Entonces no lo atacamos. Lo observamos. Dejamos que se exponga solo.

El Anciano me miró, una chispa de sorpresa en sus ojos.

-Has cambiado, Xochitl. Hay una dureza en ti que no existía.

-El Mictlán te cambia -respondí, simplemente-. Por favor, Tlamatini. Confíe en mí. Detenga a cualquiera que intente intervenir. No podemos enfrentarlo de frente todavía. Debemos reunir pruebas, esperar el momento adecuado.

El Anciano Sabio me estudió por un largo momento. Vio en mis ojos no solo el dolor, sino también un plan. Una estrategia.

Finalmente, asintió.

-Haré lo que pides. Hablaré con los capitanes de los guerreros. Les diré que es una prueba de los dioses, que deben mostrar contención. Pero, Xochitl... ¿qué harás tú?

-Yo haré lo que debí haber hecho desde el principio -dije, mi voz firme-. Proteger a mi pueblo. Y para eso, necesito ser más fuerte.

            
            

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