"La cocinera llevó al niño a tres especialistas diferentes," le contó Elena una tarde, mientras revisaban las invitaciones para el bautizo del hijo de Isabel. "Nadie sabe qué es. Le recetaron cremas, medicamentos, pero las plumas no desaparecen. De hecho, parece que crecen más."
"¿Y Sofía?" preguntó Isabel, con la voz desprovista de emoción.
"No ha salido de su cuarto. Se niega a tocar al niño. Su madre es la que se está haciendo cargo de todo. Dicen que Sofía pasa el día entero llorando o mirando a la pared, como si hubiera perdido la razón."
Isabel asintió lentamente. Podía imaginar el horror de Sofía. El horror de ver su propia maldad reflejada en la carne de su hijo.
Unas semanas después, se celebró una pequeña reunión en el jardín de la mansión para celebrar la recuperación de Isabel. Era una excusa para que sus padres, Ricardo y Laura Vargas, presentaran oficialmente a su nieto a su círculo más íntimo.
El ambiente era elegante y relajado. Amigos de la familia, socios de la tequilera, todos reían y charlaban.
Isabel vio a Linus, su prometido, al otro lado del jardín. Estaba hablando con su padre. Linus era guapo, carismático y el heredero de un imperio tequilero aún más grande que el de la familia Vargas. En su vida anterior, su amor por él la había cegado ante las artimañas de Sofía.
Ahora, lo miraba con ojos diferentes. Lo veía como una pieza en el tablero de ajedrez, una pieza valiosa que Sofía codiciaba y que ella, Isabel, debía proteger y controlar.
De repente, una figura demacrada apareció en el umbral de la puerta que daba al área de servicio.
Era Sofía.
Estaba pálida, con unas ojeras profundas y oscuras que marcaban su rostro. Había perdido peso y su uniforme le quedaba grande. Su mirada era una mezcla de desesperación y un odio profundo y enconado.
Sus ojos se clavaron en Isabel, que sostenía a su bebé en brazos, rodeada de gente que la admiraba.
La envidia en la mirada de Sofía era tan palpable que casi se podía tocar.
Isabel sabía lo que estaba pensando. "¿Por qué ella lo tiene todo? ¿Por qué su hijo es perfecto y el mío una monstruosidad? No es justo."
Ese era el veneno que siempre había alimentado a Sofía: el sentimiento de injusticia. La creencia de que merecía más de lo que la vida le había dado, y la convicción de que tenía derecho a tomarlo de otros.
Isabel le sostuvo la mirada por un largo momento, sin sonreír, sin mostrar ninguna emoción. Era un mensaje silencioso.
Sé lo que intentaste hacer. Y fallaste.
Sofía apartó la vista, temblando ligeramente, y se escabulló de regreso a la oscuridad de la casa.
Más tarde esa noche, Linus se acercó a Isabel.
"Mi amor, te ves radiante," le dijo, besándola suavemente en la frente. "Pero noté algo raro. ¿Qué pasa con la hija de tu cocinera? Parecía que había visto un fantasma."
Isabel se encogió de hombros con delicadeza.
"Ha estado pasando por un momento difícil. Su bebé está enfermo."
"Oh, qué lástima," dijo Linus, con una compasión superficial. Luego su atención se desvió hacia su propio hijo. "Pero mira a este campeón. Es perfecto. Igual que su madre."
Isabel sonrió, pero su sonrisa no llegó a sus ojos.
"Sí," susurró, mirando a su bebé dormido. "Voy a asegurarme de que siempre esté a salvo. De todo y de todos."
Su voz era una promesa. Una promesa de que la venganza que había comenzado con un tazón de caldo y un licuado de hierbas, seguiría su curso hasta el final. No pararía hasta desmantelar a Sofía pieza por pieza, hasta que no le quedara nada más que el monstruoso reflejo de su propia maldad.
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