Sofía estaba allí, no como invitada, sino como parte del personal de servicio, ayudando a servir las bebidas. La obligaron a trabajar, a ser testigo de todo lo que ella anhelaba y no podía tener.
Su rostro estaba maquillado, pero no podía ocultar la amargura en sus facciones. Se movía como un autómata, evitando las miradas, pero de vez en cuando, sus ojos se posaban en Isabel con un resentimiento que ardía.
La gente la ignoraba, o peor, la miraba con una mezcla de lástima y morbo. Los rumores sobre su "bebé monstruo" se habían extendido por toda la alta sociedad. Sofía y su familia eran ahora un paria, una anécdota macabra que se contaba en voz baja en los clubes de campo.
Durante un momento de calma, mientras Isabel hablaba con la esposa de un político, Sofía se acercó a ella, con una bandeja de copas de champán.
"Felicidades, señorita Isabel," dijo en voz baja, su voz apenas un susurro.
"Gracias, Sofía."
Sofía se demoró un segundo más de lo necesario. Sus ojos se fijaron en un pequeño dije de plata que Isabel llevaba al cuello, un regalo de su abuela.
"Es un collar muy bonito," dijo Sofía. Su mirada tenía una intensidad extraña.
Isabel sintió un escalofrío. Reconoció esa mirada. Era la mirada de la codicia, la misma que había puesto en su hijo, en su esposo, en su vida.
En su vida anterior, la segunda gallina mágica había sido utilizada para intercambiar identidades. Sofía le había regalado unos aretes "bendecidos" . Al ponérselos, Isabel sintió un mareo, y al día siguiente, el mundo la trataba como a Sofía Romero, la hija de la cocinera. Y Sofía, usando el collar de Isabel, se había convertido en Isabel Vargas.
Ahora, Sofía estaba intentando repetir la jugada.
"Se lo agradezco," dijo Isabel, con una voz fría y distante, dando un paso atrás para crear distancia.
Pero Sofía no se rindió. Más tarde, mientras Isabel estaba sentada en una mesa con Linus y sus padres, Sofía se acercó de nuevo. Esta vez, no llevaba una bandeja. Llevaba una pequeña caja de regalo en sus manos.
"Señorita," dijo, con una falsa humildad. "Sé que no es mucho, pero quisiera darle un regalo para el niño Ricardito. Es un amuleto de jade. Mi mamá dice que protege contra la envidia y el mal de ojo."
Abrió la caja. Dentro había una pequeña figura de jade tallada, atada a un cordón de seda roja.
Era casi idéntico al objeto que había usado para maldecir a su propio hijo.
La audacia de Sofía era impresionante. Intentar usar la misma táctica, la misma brujería, justo delante de todos.
Linus la miró con extrañeza. "Sofía, no es el momento ni el lugar."
El padre de Isabel, Don Ricardo, frunció el ceño, visiblemente molesto por la interrupción de una empleada.
Pero Isabel levantó una mano para silenciarlos. Miró a Sofía con una sonrisa que no era una sonrisa.
"Sofía, qué detalle tan considerado," dijo Isabel, su voz clara y resonante, atrayendo la atención de las mesas cercanas.
Tomó la caja.
"De hecho, creo que conozco a alguien que necesita esta protección mucho más que mi hijo."
Isabel se levantó, caminó hacia Sofía y le puso la caja de vuelta en sus manos.
"Quédatelo tú, Sofía. O mejor aún, pónselo a tu hijo."
El silencio cayó sobre esa parte del jardín. Todos los que escucharon la conversación contuvieron la respiración.
La cara de Sofía se transformó. El color desapareció de sus mejillas, dejándola con una palidez mortal. La mención de su hijo en público era la máxima humillación.
"Dicen que la envidia es una enfermedad terrible," continuó Isabel, su voz ahora un susurro helado que solo Sofía podía oír. "Y tú, más que nadie, necesitas toda la protección posible. No querrás que a tu pobre niño le salgan... no sé... cuernos, además de las plumas."
Sofía retrocedió como si la hubieran golpeado. El amuleto de jade cayó de sus manos temblorosas y se estrelló contra las baldosas de piedra, rompiéndose en dos.
El sonido pareció resonar en el silencio.
Sofía ahogó un sollozo, se dio la vuelta y huyó, corriendo torpemente hacia la casa de servicio, huyendo de las miradas, de los susurros, y de la fría y victoriosa sonrisa de Isabel Vargas.
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