Amor Marchito, Alma Liberada
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Capítulo 1

Siete años. Siete años de un infierno silencioso, de un desprecio que se sentía como hielo en las venas. Siete años casada con un hombre que me odiaba, que me culpaba por la muerte de su verdadero amor y por la existencia de nuestro propio hijo. Todo comenzó en aquel derrumbe en la sierra, un día que debió ser de alegría, una cabalgata antes de nuestra boda. Yo, embarazada, y Elena, la "luz de luna" de Mateo, quedamos atrapadas. Él, atado por un juramento que yo desconocía, corrió a salvarla a ella primero. Cuando volvió por mí, el río ya me había arrastrado.

Perdí a nuestro primer bebé en esa tragedia, pero sobreviví. Elena no.

Desde ese día, Mateo me convirtió en el blanco de su ira. Me culpó por mi "demora", por no haber sido más rápida, más fuerte. Me despreció, y ese desprecio se extendió a Carlitos, nuestro hijo, nacido un año después. Para él, Carlitos no era más que el recordatorio viviente de su fracaso, de su pérdida. Viví siete años como una sombra en mi propia casa, viendo cómo mi esposo miraba a nuestro hijo con ojos vacíos, a veces con un destello de odio. Mi único refugio era la danza, los colores de mi falda girando, el zapateado firme contra el suelo, el único lugar donde podía ser yo misma.

Hasta que apareció esa máquina. Una locura, una fantasía de ciencia ficción hecha realidad. La gente rica jugaba con ella, viajando a conciertos de artistas muertos o a ver la construcción de las pirámides. Pero para Mateo, consumido por la culpa, fue una oportunidad. Quería volver, salvar a Elena, enmendar su "error". Lo que no sabía era que yo también tenía un plan. Yo también viajé al pasado, no para salvar nuestro amor, sino para liberarme de él para siempre.

Mis ojos se abrieron de golpe. El sol de la mañana me pegaba en la cara, el olor a pino y tierra húmeda llenaba mis pulmones. Estaba de nuevo en el caballo, con el vestido blanco de manta que había usado ese día. A mi lado, Mateo sonreía, su traje de charro impecable, su sombrero galoneado echado hacia atrás.

"¿Estás bien, mi amor? Te quedaste callada de repente", dijo, su voz llena de una ternura que no había escuchado en siete años.

Mi corazón se apretó. Era él, el Mateo de antes, el que me había enamorado con su porte y sus promesas. Pero yo ya conocía el veneno que se escondía detrás de esa sonrisa. A lo lejos, vi a Elena, montada en su yegua palomina, riendo con uno de los vaqueros. La misma escena. El mismo día.

Entonces, el suelo tembló. Un rugido sordo vino de lo alto de la sierra. Los caballos se encabritaron, relinchando de pánico. Gritos. La gente corría, buscaba refugio. Era el derrumbe. Estaba sucediendo de nuevo.

Me preparé para el dolor, para el abandono. Esperé a que Mateo espoleara a su caballo y corriera hacia Elena, como lo recordaba, como lo había soñado en mis pesadillas durante siete años. Pero esta vez, algo cambió.

Mateo giró su caballo bruscamente, no hacia Elena, sino hacia mí.

"¡Sofía!", gritó.

Me alcanzó en dos zancadas, me tomó del brazo y tiró de mí para bajarme del caballo. Su rostro estaba pálido, sus ojos llenos de un pánico que nunca antes le había visto dirigido hacia mí.

"¡Ven conmigo, rápido!", me jaló hacia unas rocas grandes que parecían ofrecer un refugio seguro.

Me quedé helada. Esto no era lo que esperaba. Mi plan era simple: cuando él corriera a salvar a Elena, yo simplemente me alejaría, desaparecería de su vida antes de que la tragedia nos atara. Pero ahora, él estaba aquí, "salvándome" a mí. El universo se estaba burlando de mí. Él, en su propio viaje en el tiempo, estaba intentando corregir su error, sin saber que su "corrección" era mi nueva prisión.

"¡Mateo, Elena!", grité, señalando hacia donde ella había caído, su pierna atrapada bajo una roca.

Él me miró con desesperación. "¡Tú eres mi prometida, Sofía! ¡Mi deber es protegerte a ti!".

Fue entonces cuando una roca suelta se desprendió de lo alto y rodó hacia nosotros. Instintivamente, empujé a Mateo, pero no fui lo suficientemente rápida. La roca me golpeó en la pierna, un dolor agudo y terrible me recorrió entera. Grité, cayendo al suelo. Mi tobillo estaba torcido en un ángulo antinatural.

Elena gritó de nuevo, un chillido agudo y demandante. "¡Mateo, ayúdame! ¡Me duele!".

Mateo me miró, luego miró a Elena. La duda cruzó su rostro por un segundo, pero la costumbre, la obsesión, ganó la batalla. Me soltó el brazo.

"¡No te muevas!", me ordenó, como si yo pudiera ir a algún lado.

Y corrió hacia ella. Lo vi arrodillarse a su lado, su voz llena de una preocupación que a mí me negó. Lo vi forcejear con la roca que la aprisionaba, mientras yo yacía en el suelo, con el tobillo roto y el corazón hecho pedazos por segunda vez en dos líneas de tiempo distintas.

Cuando finalmente logró liberar a Elena, la cargó en brazos y la llevó hacia el grupo de gente que se había reunido a salvo. Luego, volvió por mí. Su rostro ya no tenía pánico, sino fastidio.

"¿Por qué te moviste? ¡Te dije que te quedaras quieta!", me espetó, su voz dura.

"Una roca me golpeó...", susurré, el dolor nublando mi vista.

"Si no te hubieras entretenido, esto no habría pasado. Ahora por tu culpa, Elena también está lastimada", me acusó, levantándome bruscamente, sin cuidado.

El dolor en mi tobillo se convirtió en una agonía blanca y cegadora. Pero el dolor de sus palabras era peor. Nada había cambiado. Absolutamente nada. Ya fuera que me salvara a mí o a ella primero, el resultado era el mismo: la culpa siempre sería mía.

Esa noche, en la habitación de la hacienda, con el tobillo entablillado y palpitante, tomé una decisión. Él entró, trayendo un vaso de agua.

"El médico dijo que tienes que descansar", dijo, su tono distante, como si hablara con una extraña.

Lo miré fijamente. La lástima, el amor, todo se había secado dentro de mí. Solo quedaba un desierto.

"Quiero terminar contigo, Mateo".

Él frunció el ceño, luego soltó una risa corta, incrédula.

"No digas tonterías, Sofía. Estás adolorida y asustada, es normal. Mañana te sentirás mejor".

Dejó el vaso en la mesita de noche y se dio la vuelta para irse, dando por zanjada la conversación. No me tomó en serio. Nunca lo hacía.

"Hablo en serio, Mateo. Esto se acabó".

Se detuvo en la puerta, pero no se giró. "Duérmete. Verás las cosas de otra manera por la mañana".

Y se fue. Me quedé sola en la oscuridad, las lágrimas de rabia y frustración finalmente rodando por mis mejillas. Recordé sus palabras en la otra vida, después de que Carlitos naciera. "Eres una carga, Sofía. Tú y ese niño son una carga que debo soportar por mi error".

No. No otra vez. Esta vez, yo no sería la carga de nadie. Esta vez, yo me salvaría a mí misma. Su desprecio, su ceguera, ahora eran mis mejores armas. Si él creía que yo estaba bromeando, perfecto. Usaría esa arrogancia a mi favor. Esta vez, la que se iría para siempre sería yo.

            
            

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