Amor Marchito, Alma Liberada
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Capítulo 2

A la mañana siguiente, el sol entraba por la ventana, pero en la habitación se sentía un frío que calaba los huesos. Mateo entró sin tocar. No me miró a mí, sino a una jaula de viaje que traía en la mano. Dentro, un pequeño cachorro de pomerania temblaba. Era "Príncipe", el perro de Elena.

"Elena está muy angustiada. Príncipe no ha querido comer nada desde el susto de ayer", dijo Mateo, colocando la jaula en el suelo y abriendo la puertecita.

Sacó al perro con una delicadeza que me revolvió el estómago. Se arrodilló, le ofreció agua en un platito y le habló con una voz suave y tranquilizadora.

"Ya, ya, pequeño. Todo está bien. Papá Mateo está aquí".

Yo lo observaba desde la cama. Mi tobillo hinchado y morado palpitaba bajo las sábanas. No me había preguntado cómo había pasado la noche. No había revisado mi vendaje. Su prioridad era clara, tan clara como el agua. El perro de Elena era más importante que su prometida herida.

"¿Podrías traerme un poco más de hielo para el tobillo?", le pedí, mi voz sonando extraña, débil.

Él ni siquiera se giró. "Ahora voy. Primero tengo que calmar a Príncipe. Elena me lo encargó especialmente".

Sentí una punzada en el vientre, un calambre agudo que me hizo contener la respiración. Un mal presentimiento se instaló en mi pecho. En la primera línea de tiempo, perdí a mi bebé en el río. Ahora, sentía que algo andaba terriblemente mal de nuevo. Pero no quería discutir. No quería rogar por su atención. El recuerdo de siete años de humillaciones me lo impedía. Si le mostraba mi debilidad, él la usaría en mi contra.

Así que me quedé callada. Soporté el dolor, tanto el de mi pierna como el de mi vientre, mientras él le dedicaba casi una hora al perro de Elena, arrullándolo, dándole trocitos de jamón de su propio desayuno, que una sirvienta le trajo a la habitación. Cuando finalmente Príncipe se quedó dormido en un cojín, Mateo pareció acordarse de mí.

"Ah, sí, el hielo", dijo, como si fuera una molestia.

Salió de la habitación y volvió a los pocos minutos con una bolsa de hielo envuelta en una toalla. La dejó caer sobre mi tobillo sin ninguna delicadeza.

"Gracias", musité.

"De nada. Tengo que ir a ver cómo sigue Elena. Su padre está muy preocupado", dijo, y sin más, se fue.

Las horas pasaron. El dolor en mi vientre iba y venía, cada vez más intenso. Empecé a sentir frío, a pesar del calor del día. Me acurruqué bajo las mantas, temblando. Sabía que necesitaba un médico, pero la idea de pedírselo a Mateo, de tener que justificar mi dolor frente a su indiferencia, me paralizaba. Decidí esperar. Esperar a que se fuera, a que me dejara en paz para poder llamar a alguien por mi cuenta.

Pero la tarde llegó y con ella, el dolor se volvió insoportable. Un calambre brutal me dobló en dos. Sentí una humedad cálida entre mis piernas. Con manos temblorosas, levanté las sábanas.

Sangre.

Un grito ahogado se escapó de mis labios. Todo se volvió borroso. El miedo, un miedo helado y visceral, me inundó. Estaba pasando otra vez. Estaba perdiendo a mi hijo otra vez.

No sé cómo, pero logré alcanzar el teléfono de la habitación y marcar la recepción. Mi voz era un hilo tembloroso. "Necesito un médico. Urgente".

Cuando el doctor de la familia Vargas llegó, ya era demasiado tarde. Me examinó con un rostro sombrío, mientras yo yacía inmóvil, sintiéndome vacía, hueca por dentro. Sus palabras fueron suaves, pero cayeron sobre mí como losas de concreto.

"Lo siento mucho, Sofía. Ha perdido al bebé".

Cerré los ojos. No lloré. Ya no me quedaban lágrimas. Era una herida sobre otra herida, un eco de un dolor que ya conocía demasiado bien. Esta vez no fue un río, fue la negligencia. Fue la indiferencia de Mateo. Fue su obsesión con Elena.

Recordé la primera línea de tiempo. Recordé el rostro de Mateo cuando miraba a Carlitos. No había amor, solo resentimiento. A veces, cuando el niño reía demasiado fuerte o corría por la casa, Mateo lo miraba con un desprecio tan profundo que me helaba la sangre. "Ese niño nunca debió nacer", le escuché decir una vez a su padre.

Quizás... quizás esto era una especie de retorcida bendición. Este bebé no conocería el rechazo de su padre. No crecería sintiéndose como un error. El pensamiento era monstruoso, pero me aferré a él como un náufrago a una tabla. Era la única forma de no volverme loca.

La puerta se abrió y entró Mateo. Su rostro mostraba una falsa preocupación, la que se pone cuando uno cumple con una obligación. En sus manos traía una pequeña caja de madera, muy elegante.

"El doctor me dijo lo que pasó", dijo, evitando mi mirada. "Lo siento mucho".

No respondí.

Él se acercó y dejó la caja en la mesita de noche. "Te traje algo. Pensé que podría animarte".

Por un instante, una estúpida y diminuta parte de mí pensó que quizás, solo quizás, la noticia lo había afectado. Que había comprado algo para mí, un gesto de arrepentimiento. Abrí la caja.

Dentro, sobre un lecho de terciopelo rojo, había un collar de perro. Pequeño, de cuero fino, con una placa de plata grabada.

Me incliné para leer la inscripción. "Príncipe".

Levanté la vista y lo miré. Él sonrió, una sonrisa torpe, ajena a la enormidad de su crueldad.

"Es para el perro de Elena. Como se ha portado tan bien, pensé en darle un regalo. Pasé por la platería del pueblo y lo encargué. ¿Te gusta?".

No dije nada. Solo lo miré. Miré al hombre que había priorizado comprarle un collar a un perro mientras yo perdía a nuestro hijo a pocos metros de distancia. Miré al hombre que, en dos vidas, de dos maneras diferentes, me había arrebatado todo.

Y en ese silencio, en esa habitación fría, todo el amor que alguna vez sentí por él terminó de morir. No quedó ni ceniza. Solo un vacío helado y una resolución de acero. Iba a salir de ahí. Iba a destruirlo si era necesario, pero nunca, nunca más, le permitiría volver a tocarme.

            
            

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