Amor Marchito, Alma Liberada
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Capítulo 3

Dos días después, todavía débil pero con una claridad mental aterradora, puse mi plan en marcha. Mateo estaba en las caballerizas, supervisando los preparativos para una charreada en honor a Elena y su "milagrosa" recuperación. Lo sabía porque su madre, Doña Carmen, me lo había contado en una de sus visitas, llenas de compasión superficial y consejos no pedidos.

Preparé los papeles. No era uno, sino varios. En medio de unos documentos de la hacienda que requerían su firma para la compra de nuevo ganado, deslicé el convenio. Un acuerdo de separación de bienes y disolución de compromiso, redactado por un abogado que contacté en secreto desde el teléfono de la habitación. Era denso, lleno de cláusulas legales, diseñado para aburrir y confundir a alguien que no quisiera leer. Alguien como Mateo.

Entré en su despacho. Él estaba de espaldas, limpiando una silla de montar con una dedicación que nunca me mostró a mí.

"Mateo", dije, mi voz plana, sin emoción.

Se giró, sorprendido de verme de pie. "¿Qué haces aquí? Deberías estar en la cama".

"Necesito tu firma para esto", dije, poniendo la carpeta sobre su escritorio de caoba. "Son los papeles para los toros de lidia que quería tu padre. El vendedor los necesita para hoy".

Él frunció el ceño, tomó la carpeta y la hojeó con desinterés. Su orgullo no le permitiría admitir que no entendía la mitad de lo que leía. Vio los logos de la ganadería, las cifras, las firmas de su padre. Todo parecía en orden.

"Está bien", dijo, tomando su pluma.

Mi corazón latía con fuerza contra mis costillas, pero mi rostro permaneció impasible. Lo vi firmar página tras página. Cuando llegó a la del convenio, ni siquiera parpadeó. Firmó en la línea punteada, justo encima de su nombre escrito a máquina: Mateo Vargas.

"Listo", dijo, cerrando la carpeta y empujándola hacia mí. "Ahora vuelve a la cama, Sofía. No quiero que te pase algo y luego me culpen a mí".

Tomé la carpeta. El papel se sentía pesado en mis manos, como el peso de mi libertad. "Gracias", fue todo lo que dije.

Mientras caminaba de regreso a mi habitación, un torbellino de recuerdos me asaltó. Recordé una vez, años antes de nuestro compromiso, cuando estábamos en una feria del pueblo. Unos hombres borrachos comenzaron a molestarme. Mateo, sin dudarlo un segundo, se interpuso entre ellos y yo. No hubo violencia, solo su presencia imponente y una mirada tan fría que los hombres retrocedieron y se disculparon. Ese día, me sentí la mujer más segura del mundo. Él era mi héroe, mi protector.

Otra vez, durante una tormenta, un rayo partió un árbol cerca de la casa y yo grité, asustada. Él me abrazó fuerte y no me soltó hasta que la tormenta pasó, susurrándome que mientras él estuviera ahí, nada malo me pasaría.

Me había enamorado de ese hombre. Del charro valiente, del protector. Había confundido sus gestos de macho posesivo con amor verdadero. Creí que su necesidad de protegerme era porque yo le importaba.

Ahora entendía la verdad. No era amor. Era orgullo. Yo era su posesión, su prometida, un reflejo de su estatus. Me protegía como protegía su caballo premiado o su silla de montar de plata. Era una cuestión de honor, no de corazón. Su corazón siempre le había pertenecido a Elena, a su juramento de la infancia, a esa obsesión enfermiza que lo había cegado a todo lo demás. La revelación no fue dolorosa, fue liberadora. Como despertar de un largo sueño febril. Ya no había nada que lamentar, solo un camino por delante, lejos de él.

Justo cuando llegaba a mi puerta, Doña Carmen salió a mi encuentro. Su rostro estaba lleno de preocupación.

"Hija, ¿qué haces fuera de la cama? Mateo me matará si te ve".

"Solo fui al despacho, necesitaba unos papeles", respondí con calma.

Ella me tomó del brazo, su tacto suave pero insistente. "Sofía, sé que estos días han sido difíciles. La pérdida de un hijo es... es terrible. Pero tienes que ser fuerte. Por Mateo".

La miré, una sonrisa triste dibujándose en mis labios. "Mateo tiene su propia fortaleza. Y sus propias prioridades".

Doña Carmen suspiró, pareciendo genuinamente afligida. "Es solo que... él se siente tan responsable por Elena. Ese juramento que le hizo a su padre en su lecho de muerte... de cuidarla siempre. Y ahora, después de lo que le pasó a esa pobre niña en Guadalajara, con ese sinvergüenza que la dejó plantada en el altar llevándose todo su dinero... Mateo se siente doblemente obligado a protegerla".

Me quedé quieta. ¿Qué? ¿Un ex prometido? ¿Dinero robado? En la primera línea de tiempo, Elena era la hija intocable de un hacendado poderoso, una princesa en su torre. Nadie se habría atrevido a hacerle algo así. Esta nueva información no encajaba. Era una pieza de un rompecabezas que no sabía que estaba armando.

"No sabía esa historia", dije, mi voz cuidadosamente neutral.

"Nadie lo sabe. Su padre lo mantuvo en secreto para proteger su honor. Pero Mateo sí. Por eso es tan... así con ella. No es que no te quiera, hija. Es que se siente culpable".

La miré a los ojos, a esa mujer que, a su manera, intentaba mantener unida a su familia, aunque estuviera podrida por dentro.

"Doña Carmen", comencé, mi voz firme, pero no agresiva. "Aprecio su preocupación. De verdad. Pero esto entre Mateo y yo se terminó".

Ella jadeó, sus ojos se abrieron con incredulidad. "¿Qué dices, niña? ¡No puedes hablar en serio! Es solo el dolor hablando".

"No. Es la claridad", respondí. "Perdí a mi hijo porque su hijo estaba demasiado ocupado cuidando al perro de otra mujer. Le pedí ayuda y me ignoró. Me trajo un collar para ese perro como si fuera un consuelo. Dígame, Doña Carmen, ¿eso es culpa o es desprecio? ¿Eso es un hombre que me quiere o un hombre que desearía que yo no existiera?".

Las palabras salieron de mí, calmadas, factuales. No había histeria, solo la fría y dura verdad. Doña Carmen se quedó sin palabras. Su rostro palideció. Pudo ver que no era un arrebato emocional. Era una sentencia.

"Ya tomé mi decisión", añadí, abriendo la puerta de mi habitación. "Y es final".

Entré y cerré la puerta suavemente, dejándola en el pasillo, con su mundo de apariencias y tradiciones desmoronándose a su alrededor. Sostuve la carpeta contra mi pecho. La firma de Mateo era mi pasaporte. Pronto, muy pronto, sería libre.

            
            

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