"¡No seas ridícula, Sofía!", se acercó, parándose frente a mí, bloqueando la vista. "Estás haciendo un drama por nada. Ya te pedí disculpas por lo del bebé. Fue un accidente terrible, pero tienes que superarlo".
"No es por el bebé, Mateo. No solo por eso", dije, levantando finalmente la vista para encontrarme con la suya. "Es por todo. Es porque no me ves. Nunca me has visto".
Él soltó una carcajada amarga. "¡Claro que te veo! ¡Veo a una mujer malagradecida que no aprecia todo lo que hago por ella! ¡Veo a una dramática que quiere arruinar nuestras vidas por un capricho!".
Su ira era una pared, imposible de penetrar con la razón. Cada palabra que yo decía, él la torcía, la convertía en un ataque personal.
De repente, su expresión cambió. Una nueva furia, más específica, se apoderó de él.
"Y para colmo de males, ¡Príncipe ha desaparecido!".
Parpadeé, confundida. "¿Qué?".
"¡El perro de Elena! ¡No está por ningún lado! La puerta de la terraza de su cuarto estaba abierta. ¡Alguien la dejó abierta! ¡Y fuiste tú la última que estuvo con ella esta tarde!", me acusó, señalándome con el dedo.
"Yo no he salido de esta habitación, Mateo. Lo sabes".
"¡No me mientas! Elena dice que viniste a verla, a decirle cosas horribles, ¡y que luego dejaste la puerta abierta a propósito para que el perro se escapara! ¡Está destrozada! ¡No para de llorar! ¡Todo es tu culpa!".
La acusación era tan absurda, tan evidentemente una mentira de Elena, que por un momento me quedé sin aliento. Ella ni siquiera se estaba esforzando por ser creíble. Sabía que Mateo le creería cualquier cosa. Yo era el chivo expiatorio perfecto para su negligencia.
"Yo no fui, Mateo".
"¡Claro que fuiste!", gritó. "¡Estás celosa de ella! ¡Siempre lo has estado! ¡No soportas que me preocupe por ella, así que te desquitas con su perro! ¡Eres cruel y mezquina!".
Cada palabra era un golpe. Pero ya no dolían. Solo alimentaban mi resolución. Me levanté, apoyándome en el sillón. Mi tobillo todavía protestaba con un dolor sordo.
"Piensa lo que quieras, Mateo. No me importa".
Su rostro se contorsionó en una máscara de rabia y desprecio. Se acercó tanto que pude sentir su aliento caliente en mi cara.
"Ah, ¿no te importa? Bueno, a ver si esto te importa", siseó, su voz bajando a un susurro venenoso. "No habrá ninguna separación. No hasta que encuentres a ese perro. Vas a salir ahora mismo y no vas a volver a esta casa hasta que tengas a Príncipe en tus brazos. Y si no lo encuentras...".
Hizo una pausa, saboreando su crueldad.
"Si no lo encuentras, le diré a todo el mundo que perdiste al bebé por tu propia negligencia. Que te caíste por andar de imprudente. Haré que tu nombre sea sinónimo de desgracia en toda la región. Nadie volverá a contratarte para bailar. Nadie te volverá a mirar a la cara. Te destruiré, Sofía. Te lo juro".
Me quedé mirándolo, el shock helando mi sangre. Esto iba más allá de la ceguera, más allá de la obsesión. Esto era pura maldad. Me estaba amenazando con la memoria de nuestro hijo muerto. Estaba usando mi dolor más profundo como un arma para controlarme, para obligarme a buscar al perro de su amante.
El dolor en mi vientre, que había sido una presencia constante pero sorda, se agudizó. Por primera vez en días, las lágrimas amenazaron con desbordarse. No de tristeza, sino de una rabia impotente.
Para él, la vida de nuestro hijo no valía nada. Su pérdida era solo una herramienta, una palanca para conseguir lo que quería.
Asentí lentamente. No porque le creyera, no porque tuviera miedo de sus amenazas. Asentí porque vi en su propuesta una salida. Una salida dolorosa, humillante, pero una salida al fin. Si ir a buscar a ese maldito perro era el precio final de mi libertad, lo pagaría.
"Está bien", dije, mi voz apenas un susurro. "Lo buscaré".
Tomé un chal de lana del armario y cojeando, pasé a su lado. Él no se movió. Su mirada era triunfante, la de un domador que ha doblegado a la bestia.
Salí de la hacienda y me adentré en la noche fría. El aire helado me golpeaba la cara. El terreno era irregular y cada paso era una tortura para mi tobillo lesionado. No tenía idea de dónde buscar. Empecé a caminar sin rumbo, llamando al perro con una voz que no sentía como mía.
"¡Príncipe! ¡Príncipe!".
Mi voz se perdía en la inmensidad de la noche. Después de una hora de búsqueda infructuosa cerca de la casa, mi instinto me llevó hacia un pequeño arroyo que corría no muy lejos. Recordé que Elena a veces llevaba al perro a jugar allí.
Mientras me acercaba, escuché voces. Risas. Me escondí detrás de unos arbustos y miré.
A la orilla del arroyo, a la luz de una pequeña fogata, estaban Mateo y Elena. Él la tenía abrazada por los hombros, y ella recostaba su cabeza en su pecho. No parecían preocupados. No parecían estar buscando a ningún perro.
"No te preocupes, mi luz de luna", le decía Mateo con una voz que derretiría la piedra. "Encontraremos a tu perrito. Y si no, te compraré diez más. Los que tú quieras".
Elena rió suavemente. "Eres tan bueno conmigo, Mateo. No como ella. Es tan fría, tan egoísta. No sé qué viste en ella".
"Fue un error", respondió Mateo, su voz llena de un arrepentimiento que nunca me mostró a mí. "Un error que voy a corregir. Te lo prometo".
Me quedé allí, en la oscuridad, temblando de frío y de rabia. Yo estaba aquí, cojeando en la noche, cumpliendo su castigo, mientras él la consolaba, prometiéndole un futuro que me estaba robando. No estaba buscando al perro. Nunca lo estuvo. Solo quería castigarme, humillarme, ponerme en mi lugar.
Me di la vuelta en silencio. La búsqueda había terminado. Ya había encontrado todo lo que necesitaba saber. Me sentí completamente sola, abandonada en medio de la nada, con el eco de sus palabras resonando en mis oídos. El frío de la noche no era nada comparado con el hielo que se había instalado en mi corazón.