Traición y Anillo: Cenizas del Pasado
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Capítulo 3

La imagen de Ricardo Sánchez, el hombre que una vez había sido el centro de su universo, ahora desmoronado en el suelo de un bar de lujo, no le produjo a Sofía ninguna satisfacción vengativa. Solo una sensación de cierre, como cerrar la última página de un libro largo y tedioso.

El silencio de la multitud se rompió con murmullos y susurros. Algunos la miraban con una nueva clase de respeto, otros con desaprobación por su crueldad. A Sofía no le importaba ninguna de las dos cosas.

Miró su reloj. Ya era tarde.

"Me tengo que ir," anunció a nadie en particular, su voz clara y firme. "Mi familia me está esperando."

La palabra "familia" fue otro golpe para Ricardo. Levantó la vista desde el suelo, con los ojos enrojecidos y llenos de una desesperación que a Sofía le resultó completamente ajena.

"No," suplicó, con la voz rota. "Sofía, por favor, no te vayas. Tenemos que hablar. Déjame explicarte."

Sofía ni siquiera se molestó en mirarlo. Dio media vuelta y comenzó a caminar hacia la salida, su paso seguro y decidido. El camino se abrió ante ella; nadie se atrevía a interponerse.

Pero Ricardo no estaba dispuesto a rendirse. Se puso de pie de un salto, torpe y frenético, y corrió tras ella. Justo cuando Sofía estaba a punto de empujar la puerta de cristal, él la alcanzó y la agarró por la muñeca.

"¡Dije que no te vayas!" gritó, su desesperación convirtiéndose en una fea exigencia.

El contacto fue como una descarga eléctrica desagradable. Sofía se detuvo en seco. No forcejeó. No gritó. Lentamente, giró la cabeza y lo miró.

No había ira en sus ojos. No había dolor. Solo un vacío helado, una indiferencia tan profunda y absoluta que era más aterradora que cualquier grito. Era la mirada que se le da a algo insignificante, a algo que ya no existe.

La fuerza de Ricardo flaqueó bajo esa mirada. Su agarre se aflojó. Sus dedos, que momentos antes se aferraban a ella con desesperación, ahora parecían débiles y temblorosos. Lentamente, soltó su muñeca como si quemara.

"No vuelvas a tocarme," dijo Sofía, su voz baja y letal.

Sin otra palabra, empujó la puerta y salió a la fresca noche de la Ciudad de México. El aire olía a lluvia reciente y a los gases de los coches, un aroma que, extrañamente, se sentía como libertad.

No miró hacia atrás, pero pudo sentir los ojos de Ricardo fijos en su espalda. Oyó la puerta abrirse de nuevo y supo que la estaba siguiendo, como un perro perdido. Que la siguiera. No importaba.

Caminó hasta la esquina, donde las luces de los coches pintaban rayas de colores en el asfalto mojado. Sacó su celular para llamar a un taxi, pero antes de que pudiera hacerlo, un elegante sedán negro se detuvo suavemente frente a ella.

La ventanilla del conductor bajó, revelando el rostro sonriente y tranquilizador de su esposo, Mateo Vargas.

"¿Necesitas que te lleven, señorita?" bromeó, sus ojos brillando de amor.

El corazón de Sofía se llenó de una calidez que disipó los últimos vestigios del frío encuentro en el bar. Una sonrisa genuina iluminó su rostro.

"Justo el hombre que quería ver," respondió ella, inclinándose para darle un beso rápido.

Mateo salió del coche y caminó para abrirle la puerta del copiloto como un caballero. Fue entonces cuando la puerta trasera se abrió y una pequeña cabeza con rizos oscuros se asomó.

"¡Mami!" gritó Valentina, su vocecita llena de sueño y alegría.

"Mi amor," dijo Sofía, su corazón derritiéndose. Se inclinó para besar la mejilla suave de su hija. "¿Qué haces despierta tan tarde, traviesa?"

"Te estaba esperando," murmuró la niña, frotándose los ojos.

En ese momento, Sofía sintió una presencia detrás de ella. Se enderezó y vio a Ricardo, parado en la acera a unos metros de distancia. Su rostro era una máscara de devastación. A su lado, Luis y un puñado de otros excompañeros también habían salido y ahora miraban la escena, boquiabiertos.

Sus ojos iban de Sofía a Mateo, un hombre alto, apuesto y con un aire de calma y poder que hacía que la desesperación de Ricardo pareciera aún más patética. Vieron cómo Mateo ponía una mano protectora en la espalda de Sofía, un gesto de posesión natural y cariñoso. Vieron a la adorable niña en el asiento trasero, la prueba viviente de la nueva vida de Sofía.

Vieron una familia. Una familia real, feliz y completa.

La fantasía de Ricardo, la historia que se había contado a sí mismo durante cinco años, se hizo añicos frente a sus ojos, reemplazada por una realidad innegable y aplastante. Sofía no lo había estado esperando. Sofía no lo necesitaba. Sofía había construido un mundo nuevo y hermoso sin él.

El golpe fue tan brutal, tan visual, que Ricardo se llevó una mano al pecho, como si no pudiera respirar. Era el final. Y esta vez, lo sabía.

            
            

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