Este evento era la culminación de meses de trabajo. Mi equipo y yo habíamos cerrado un trato millonario, un contrato que salvaría a la empresa de la quiebra y generaría ganancias récord. Laura me había prometido que una parte sustancial de esos beneficios, una donación de diez millones de pesos, se anunciaría esta noche para mi proyecto social. Era la razón por la que había soportado toda esta farsa de sonrisas y copas de champán.
El maestro de ceremonias llamó a Laura al escenario. Su nombre resonó en el gran salón.
Se levantó, me dio un beso rápido en la mejilla, un gesto frío y calculado para las cámaras, y caminó hacia el podio. Su discurso fue impecable, lleno de palabras sobre la responsabilidad social y el compromiso con la comunidad. Habló del éxito de la empresa como si fuera únicamente suyo. Mi equipo, sentado en una mesa al fondo, me miraba con expectación.
"Y para demostrar nuestro compromiso", dijo Laura con una voz llena de falsa emoción, "Lucha Libre del Sol se enorgullece en donar la increíble suma de... ¡cincuenta mil pesos a la fundación Fénix!"
El salón estalló en un aplauso cortés.
Cincuenta mil pesos.
Sentí como si me hubieran echado un balde de agua helada encima. Cincuenta mil pesos era una burla, una limosna. Era menos de lo que costaba el catering de esa noche. Vi la cifra proyectada en la pantalla gigante detrás de ella y sentí una oleada de náuseas. Todo mi trabajo, el sudor de mi equipo, reducido a una broma de mal gusto.
Pero la humillación no había terminado.
"Y en una nota más personal", continuó Laura, su sonrisa ampliándose, "quiero reconocer a una estrella en ascenso, un joven con un talento y carisma incomparables que está llevando nuestra empresa a nuevas alturas. ¡Un aplauso para Mateo!"
Mateo, su protegido, se levantó de una mesa cercana, saludando con una arrogancia que me revolvió el estómago. Era un joven atractivo, sí, pero perezoso e incompetente. Su única habilidad era adular a Laura.
"Mateo, mi querido, para celebrar tus recientes logros y como muestra de mi... afecto personal", dijo Laura, y la palabra "afecto" sonó extraña, demasiado íntima. "La empresa quiere darte un pequeño obsequio".
En la pantalla gigante, la imagen del cheque de cincuenta mil pesos fue reemplazada por la de un flamante coche deportivo rojo, un modelo de lujo que valía millones. Un murmullo de asombro recorrió la sala. Acto seguido, un asistente subió al escenario con una caja de terciopelo. Laura la abrió y sacó una gruesa cadena de oro. Se la colocó a Mateo alrededor del cuello, justo ahí, frente a todos, frente a mí. La cámara hizo un primer plano del dije: un sol grabado con una frase. "Mi amor es único".
Mi sangre hirvió. No era un regalo de la empresa. Era un regalo de ella. Con el dinero que mi equipo y yo habíamos ganado.
No pude soportarlo más. Me levanté bruscamente, la silla raspó contra el suelo de mármol. Ignoré las miradas curiosas y caminé con paso firme hacia la salida de emergencia. El aire frío de la noche me golpeó la cara, pero no fue suficiente para apagar el fuego que sentía por dentro.
Unos minutos después, Laura me encontró allí.
"¿Qué diablos te pasa, Ricardo? ¿Estás tratando de avergonzarme?"
"¿Avergonzarte?", respondí, mi voz temblando de ira contenida. "Tú me humillaste a mí, a mi equipo y a la gente que esperaba esa ayuda. Cincuenta mil pesos, Laura. ¿Es una broma?"
Ella se rio, un sonido agudo y despectivo.
"Ay, Ricardo, no seas tan dramático. La empresa no puede permitirse regalar diez millones así como así. Tuvimos que hacer recortes".
"¿Recortes?", la interrumpí. "¿Recortes que no aplican para un coche deportivo y una joya de oro para tu... protegido? ¿Qué significa 'Mi amor es único', Laura?"
Ella desvió la mirada por un segundo.
"Es solo una frase motivacional. Eres tan inmaduro. Siempre pensando en tus proyectos de caridad en lugar del negocio real".
"Ese proyecto era parte del trato. El dinero lo ganamos nosotros. Mi equipo se partió el lomo por ese contrato".
"Y se les pagará su sueldo, ¿no? No seas ridículo. Vuelve adentro, la gente está mirando".
Me negué con la cabeza. La mujer frente a mí era una extraña. La ambición la había devorado por completo.
"No".
Me di la vuelta y me fui, dejándola sola bajo la luz pálida de la salida de emergencia.
Al llegar a casa, el silencio era abrumador. Me serví un vaso de agua y mi teléfono vibró. Era una notificación de Instagram. Mateo había subido una foto. Estaba apoyado en el capó de su nuevo coche rojo, sonriendo con suficiencia, la cadena de oro brillando en su pecho. El pie de foto decía: "El trabajo duro siempre tiene su recompensa. Gracias a la mejor jefa y mentora del mundo. #Bendecido #NuevoJuguete".
Los comentarios eran una mezcla de felicitaciones y envidia. Vi uno de un luchador de nuestra empresa: "Felicidades, campeón. Mientras, a nosotros nos dicen que no hay lana ni para las cintas de las muñecas".
Mi teléfono vibró de nuevo. Era Laura.
"¿Estás en casa? ¿Podemos hablar como adultos?"
"No hay nada más que hablar, Laura", le respondí por mensaje.
Su respuesta fue inmediata.
"No puedes hacerme esto. Después de todo lo que he hecho por ti, por esta empresa. ¿Vas a tirar todo por la borda por un capricho?"
Su intento de manipulación ya no funcionaba. La traición había sido demasiado profunda, demasiado pública.
"Esto se acabó, Laura" escribí, mi dedo temblando ligeramente sobre la pantalla. "Quiero el divorcio".
La respuesta tardó en llegar. Cuando lo hizo, fue un torrente de acusaciones y amenazas. Que era un ingrato, que destruiría mi reputación, que sin ella no era nadie.
Apagué el teléfono.
Al día siguiente, en la oficina improvisada que teníamos en una bodega, mi equipo me esperaba. Eran más que empleados; eran mi familia. Hombres y mujeres que habían creído en mí desde mis días de boxeador callejero. Sus caras reflejaban la misma indignación que yo sentía.
"Jefe, vimos lo de anoche", dijo Manny, mi mano derecha, un hombre corpulento con un corazón de oro. "Es una cabronada".
"Nos partimos el alma por ese contrato", añadió Sofi, la contadora, una mujer pequeña pero feroz. "Y esa mujer le regala nuestro esfuerzo a ese... niño bonito".
El resto asintió, sus voces uniéndose en un coro de frustración y apoyo. Sabía que no solo estaban enojados por el dinero, sino por la falta de respeto, por la traición a los valores que habíamos construido juntos.
"Gracias por estar aquí", dije, mi voz ronca. "Gracias por su lealtad".
En ese momento, supe que no estaba solo. Y que mi decisión, por dolorosa que fuera, era la correcta. El Fénix tenía que resurgir de sus propias cenizas, y esta vez, lo haría lejos del fuego falso y destructivo de Laura.