"Esta también es mi casa, Laura. Al menos hasta que firmes los papeles", respondí, caminando directamente hacia nuestra habitación sin mirarla. "Vengo por mis cosas".
"¡No te atrevas a ignorarme!", gritó, siguiéndome. "Has estado ausente por semanas. Ni siquiera te preocupas por si como o duermo".
La ironía de sus palabras era tan densa que casi me ahoga. Me detuve en el umbral del dormitorio y la miré.
"¿Preocuparme por ti? ¿Como tú te preocupaste por mí la noche de la gala? ¿O como te preocupas ahora, mientras te acuestas con tu protegido en nuestra cama?"
Su rostro se contrajo, pero antes de que pudiera responder, mi atención se desvió hacia su teléfono, que había dejado sobre la mesita de noche. La pantalla estaba encendida, abierta en el perfil de Instagram de Mateo. Había una nueva historia. Era un video corto, grabado en lo que parecía ser una habitación de hotel con poca luz. Laura aparecía en él, con los ojos medio cerrados, una expresión de abandono en su rostro. La cámara se movía erráticamente, y el audio captaba risas y susurros. El texto sobreimpreso decía: "Algunas reinas necesitan que les recuerden quién manda. #NochesLocas".
La descripción era deliberadamente vaga, pero la implicación era asquerosa. Estaba usando un momento íntimo y privado para presumir, para marcar territorio de la forma más vil posible. La forma en que la filmó, casi como si ella no estuviera del todo consciente, me revolvió las entrañas.
"¿Qué es esto, Laura?", pregunté, señalando el teléfono. Mi voz era un susurro peligroso.
Ella miró la pantalla y su rostro palideció.
"No es nada. Mateo solo está bromeando. Es su sentido del humor".
"¿Sentido del humor? Te está exhibiendo como un trofeo. Te está humillando y ni siquiera te das cuenta".
"¡No te atrevas a hablar mal de él!", chilló. "¡Él sí me valora! ¡No como tú!"
Ignoré su histeria y entré en el armario. Empecé a sacar mi ropa, mis libros, las fotos de mis padres. Cada objeto se sentía como un ancla a un pasado que ya no existía. Laura se quedó en la puerta, observándome. Su ira pareció desvanecerse, reemplazada por una táctica diferente: la lástima.
"Hice tu comida favorita", dijo en voz baja, casi tímida. "Compré esos elotes preparados del puesto que tanto te gusta".
No respondí. Seguí empacando.
"Ricardo, por favor. Piensa en todo lo que construimos juntos".
"Tú lo destruiste, no yo", dije sin mirarla.
Saqué una pequeña caja de madera del fondo del armario. Dentro, sobre un lecho de terciopelo, descansaba un brazalete de plata. Era una pieza antigua, hecha a mano en Taxco, que había pertenecido a mi abuela. Se la di a Laura el día de nuestra boda. Era lo más valioso que poseía, no por su precio, sino por su historia.
Laura vio la caja y sus ojos se iluminaron con una codicia que me heló la sangre.
"Los papeles del divorcio", dijo de repente, su voz ahora calculadora. "Los firmaré. Pero quiero algo a cambio".
"No te voy a dar ni un centavo más de lo que te corresponde por ley, Laura".
"No quiero dinero", dijo, señalando la caja en mi mano. "Quiero el brazalete".
Me quedé paralizado. La miré, tratando de comprender la magnitud de su descaro.
"¿Quieres el brazalete de mi abuela?", pregunté lentamente, asegurándome de haber oído bien.
"Sí. Es justo. Es un recuerdo de nuestro matrimonio. Además, Mateo vio una foto y dijo que le encantaría. Le quedaría perfecto".
La risa que salió de mi garganta fue seca y sin alegría. Era una risa de pura incredulidad y decepción.
"¿Quieres el brazalete de mi abuela... para dárselo a tu amante? ¿El mismo que te exhibe en internet como si fueras un objeto?".
Ella frunció el ceño, como si no entendiera por qué eso era un problema.
"Es solo un objeto, Ricardo. No seas tan sentimental. Es un buen trato. El brazalete a cambio de mi firma. Te estarías ahorrando miles en abogados y tiempo".
"Eres increíble, Laura", dije, negando con la cabeza. "Realmente increíble".
La miré por última vez, a esta mujer que se había convertido en una caricatura de sí misma, vacía de cualquier principio o decencia.
"Mateo no se ha sentido bien últimamente", soltó de repente, cambiando de táctica una vez más. "El estrés de sus nuevas responsabilidades lo está afectando. Tiene dolores de cabeza, mareos. El médico dijo que necesita descansar, estar en un ambiente positivo. Si tú sigues con esta guerra, lo vas a enfermar. ¿Es eso lo que quieres? ¿Tener su salud en tu conciencia?"
La manipulación era tan burda, tan desesperada, que ya ni siquiera me enojaba. Solo sentía un profundo y abrumador cansancio.
Cerré la caja de madera con un clic definitivo.
"Quédate con la casa, Laura. Quédate con los muebles. Quédate con todo", dije, mi voz resonando en el silencio de la habitación. "Pero nunca, jamás, tendrás esto".
Pasé a su lado, saliendo de la habitación y de esa vida para siempre. Ella se quedó allí, en medio de los restos de nuestro matrimonio, con las manos vacías y una expresión de shock en su rostro, como si no pudiera creer que sus manipulaciones, por una vez, habían fallado.