Adiós, Ricardo: Mi Nuevo Final
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Capítulo 1

El aire acondicionado del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México zumbaba con una monotonía que prometía viajes y despedidas, pero para mí, solo amplificaba el silencio que se había instalado entre Ricardo y yo. Estábamos a punto de abordar nuestro vuelo a Oaxaca, un viaje que habíamos planeado por meses, una especie de pre-luna de miel antes de la boda y, más importante aún, un respiro antes del lanzamiento de mi nueva colección de alta costura.

"¿Estás emocionada, mi amor? Oaxaca nos espera", dijo Ricardo, rodeándome los hombros con un brazo. Su sonrisa era la de siempre, carismática y perfecta, la misma que encantaba a todos, desde los inversionistas de sus restaurantes hasta mi propia familia.

Asentí, tratando de contagiarme de su aparente entusiasmo. "Sí, muy emocionada. Necesito inspiración de los textiles de allá".

Pero algo se sentía extraño, una tensión en su agarre, una mirada que se desviaba constantemente hacia la entrada de la sala de espera.

Y entonces la vi.

Elena caminaba hacia nosotros con una seguridad que siempre me había incomodado. Llevaba a su hija, Isabella, de la mano. Elena, la influencer de viajes, la ex de Ricardo, la madre de su única conexión con un pasado que yo intentaba ignorar.

La sonrisa de Ricardo se congeló por un instante antes de transformarse en una máscara de sorpresa forzada. "¿Elena? ¿Qué hacen aquí?".

"¡Ricardito! ¡Qué coincidencia!", exclamó ella, su voz demasiado alta, atrayendo miradas. "Isabella y yo también vamos a Oaxaca. La pobre necesita un descanso de la ciudad".

Isabella, una niña de seis años con los ojos de su madre, se escondió detrás de las piernas de Elena, pero me miró fijamente. No era una mirada infantil, era una evaluadora, una que ya había aprendido a medir a las personas.

"Hola, Sofía", dijo Elena, su sonrisa sin llegar a sus ojos. "Qué bonito tu conjunto. ¿Lo diseñaste tú?".

Su tono era falsamente dulce, como si me estuviera haciendo un cumplido, pero ambas sabíamos que era una forma de señalar mi profesión, algo que mi familia, y a veces sentía que hasta Ricardo, veían como un pasatiempo caro más que una carrera seria.

"Sí, Elena. Gracias", respondí, mi voz más fría de lo que pretendía.

Ricardo se aclaró la garganta, visiblemente incómodo. "Bueno, pues... qué sorpresa. Nuestro vuelo sale en una hora".

"¡El nuestro también!", canturreó Elena. "De hecho, Isabella se siente un poco mal, tiene náuseas. ¿Crees que podríamos sentarnos con ustedes? Así la puedes distraer un poco, Ricardo. Ya sabes cómo te adora".

Miré a Ricardo, esperando que pusiera un límite, que dijera que este era nuestro viaje, un viaje de prometidos. Pero él solo miró a Isabella, que de repente empezó a toser de forma exagerada.

"Claro, claro, pobrecita", dijo él, agachándose a la altura de la niña. "Vente, campeona, siéntate conmigo".

Nuestro espacio para dos, nuestro pequeño mundo en medio del caos del aeropuerto, se había roto. Elena se sentó junto a Ricardo, colocando a Isabella entre ellos. Yo quedé al otro lado, como una extraña, una pieza que no encajaba.

Observé cómo Ricardo sacaba su tableta y le ponía caricaturas a Isabella, cómo Elena le acariciaba el brazo con familiaridad, contándole alguna anécdota sin importancia. Hablaban en un murmullo cómplice, creando una burbuja a la que yo no tenía acceso.

Me levanté sin decir nada y caminé hacia el gran ventanal que daba a las pistas. Los aviones despegaban uno tras otro, máquinas imponentes que prometían un escape. Una señora mayor sentada cerca de mí me miró con una expresión de pura lástima. No dijo nada, pero su mirada lo gritaba todo: "Pobre muchacha".

Sentí un nudo en el estómago. Quería irme. No a Oaxaca, no con ellos. Quería desaparecer, volver a mi taller, hundirme en mis telas y mis diseños, el único lugar donde sentía que tenía el control.

Cuando anunciaron nuestro vuelo, Ricardo finalmente pareció recordarme.

"Sofi, vamos".

Caminamos hacia la puerta de embarque. Elena iba del brazo de Ricardo, Isabella de la mano de él. Yo caminaba un paso detrás. Era una imagen perfecta, una familia feliz. Y yo era la sombra que los seguía.

Al llegar a nuestros asientos, el problema se hizo evidente. Teníamos dos asientos juntos. Elena y su hija tenían otros dos en la fila de atrás.

"Ay, no", dijo Elena, con un dramatismo calculado. "Isabella no puede viajar sola. Le da mucho miedo".

Ricardo me miró, y en sus ojos vi la súplica. La súplica de que cediera, de que entendiera, de que no hiciera una escena.

"Sofía, ¿te importaría cambiarle el asiento a Elena? Solo por el despegue".

No respondí. Simplemente tomé mi bolso, me dirigí a la fila de atrás y me senté junto a un extraño que ya estaba medio dormido.

Desde mi asiento, podía verlos perfectamente. Vi cómo Ricardo le abrochaba el cinturón a Isabella, cómo Elena reía por algo que él le dijo al oído. Vi cómo la mano de Elena descansaba sobre la de Ricardo en el reposabrazos.

Cerré los ojos. El avión comenzó a moverse, una vibración que recorrió todo mi cuerpo. Cuando despegamos, los vi por última vez. Ricardo miraba por la ventana, con Elena recargada ligeramente en su hombro. No se dio la vuelta. No me buscó con la mirada.

En ese momento, supe que el viaje no había terminado antes de empezar. Mi relación lo había hecho.

            
            

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