Adiós, Ricardo: Mi Nuevo Final
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Capítulo 3

La suite presidencial se sentía ahora como una jaula dorada. Caminé de un lado a otro, el vestido de lino blanco ahora arrugado, un símbolo de mis esperanzas frustradas. El teléfono de la habitación sonó, estridente y agresivo. Sabía que era él. Lo dejé sonar hasta que se calló.

Volvió a sonar. Y otra vez.

Finalmente, descolgué el auricular y lo dejé sobre la mesa, el tono de ocupado llenando el silencio.

Me senté en el suelo, abrazando mis rodillas. Esperaba sentirme devastada, pero en su lugar, había una extraña calma, la calma que viene después de la tormenta. Había tomado una decisión. Una decisión real.

Imaginé la escena en el aeropuerto de Oaxaca. A Elena, descubriendo que su boleto de primera clase, el que seguramente planeaba usar para el viaje de vuelta, ya no existía. La imaginé montando un espectáculo, su rostro de influencer perfecto contorsionado por la ira.

Y la imaginé corriendo hacia Ricardo.

"¡Ricardo, tu prometida canceló tu boleto! ¡Me dejó varada aquí con tu hija!".

Porque, por supuesto, lo haría sonar como si el ataque fuera contra ella. Siempre lo hacía.

Imaginé a Ricardo, confundido al principio, luego furioso. Tratando de llamarme, su frustración creciendo con cada intento fallido. Él no entendería. En su mundo egocéntrico, él era la víctima. Yo era la prometida histérica que reaccionaba de forma exagerada.

Él no vería la humillación pública, las fotos, los comentarios. Solo vería mi acto de represalia.

Un nuevo mensaje apareció en la pantalla de mi laptop, que había dejado abierta. Era un correo electrónico de Ricardo, desde su cuenta de trabajo.

Asunto: ¡¡¡SOFÍA, CONTESTA EL TELÉFONO!!!

Cuerpo del correo: "¿Se puede saber qué demonios te pasa? Cancelaste mi vuelo. Elena está muy angustiada, Isabella no para de llorar. ¿Qué pretendes con esto? Llevo una hora tratando de comunicarme contigo. Voy a comprar otros boletos y vamos para allá ahora mismo. Tenemos que hablar".

"Vamos". En plural.

Por supuesto que ella vendría con él. No lo dejaría solo. No le daría la oportunidad de hablar conmigo a solas, de que yo pudiera explicarle, de que él pudiera, quizás, entender. Elena era demasiado astuta para eso. Se pegaría a él como una segunda piel, susurrándole al oído, interpretando cada uno de mis actos como un ataque personal hacia ella y la niña.

"Ricardo, está loca. Está celosa de nuestra conexión. Te quiere controlar".

Casi podía oír su voz.

Una nueva notificación de Instagram. Era una historia de Elena. Una foto de su mano sobre la de Ricardo, mostrando dos boletos de avión recién impresos. El texto decía: "Nada nos detiene. De vuelta a CDMX a arreglar este desastre. Gracias por tu apoyo, mi amor @RicardoEmpresario".

La foto estaba tomada dentro de un taxi. Estaban de camino al aeropuerto. Juntos.

Cerré la laptop con un golpe seco.

La última pizca de esperanza, esa pequeña y estúpida brasa que se negaba a morir, se extinguió. No venía a buscarme. Venía a confrontarme, con su aliada a su lado.

Tomé mi teléfono. Desbloqueé a Ricardo por un segundo. Abrí nuestra conversación. El último mensaje era el suyo de la mañana, el "Te amo" que ahora sonaba como un insulto.

Escribí mi respuesta. Corta, precisa, final.

"No te molestes en venir. Se acabó, Ricardo. Que tengas una buena vida con ellas".

Lo bloqueé de nuevo. Luego apagué el teléfono.

Me levanté y miré mi reflejo en el gran espejo del vestidor. Parecía una extraña. La diseñadora Sofía Reyes, la prometida perfecta, la que siempre sonreía, la que nunca causaba problemas. Esa mujer había muerto en un vuelo a Oaxaca.

Abrí mi maleta. Saqué la ropa de diseñador, los tacones, las joyas. Las apilé en una silla. Luego saqué un par de jeans viejos, una camiseta negra y unas botas cómodas. La ropa que usaba en mi taller, cuando era solo yo.

Me cambié. La nueva piel se sentía bien. Real.

Llamé a la recepción.

"Buenas noches. Soy Sofía Reyes, de la suite presidencial. Necesito un taxi al terminal de autobuses, por favor".

Colgué. Dejé la llave de la suite sobre la mesa, junto a la nota de Ricardo. Tomé mi bolso, dejando atrás la maleta llena de ropa y expectativas.

No tenía un plan. No sabía a dónde iba. Solo sabía que no me quedaría allí a esperar que Ricardo llegara para darme el golpe de gracia.

Mi guerra había terminado. Era hora de retirarme del campo de batalla.

            
            

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