Cinco Años De Mentiras
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Capítulo 1

La lluvia caía a cántaros sobre la Ciudad de México, un diluvio que ahogaba el ruido del tráfico y convertía las calles en ríos oscuros.

Empapado hasta los huesos, Mateo pedaleaba con todas sus fuerzas, el agua helada escurriendo por su cara y cuello.

No importaba.

Tenía que llegar.

Elena necesitaba sus "medicamentos".

Cinco años. Cinco años dedicados a ella, su "tía" Elena.

No era su tía de sangre, sino la mejor amiga de su difunta madre, una mujer que lo acogió cuando se quedó solo.

Elena era una diseñadora de moda famosa, hermosa, sofisticada. Y desde aquel supuesto accidente de coche, estaba postrada en una silla de ruedas.

Mateo, un joven aspirante a chef, había puesto en pausa sus sueños para cuidarla. Estaba enamorado de ella, un amor secreto y devoto que lo llevaba a soportar sus caprichos, sus desplantes y sus peticiones extravagantes, como enviarlo a conseguir "medicamentos especiales" en medio de la peor tormenta del año.

Por fin llegó al lujoso edificio en Polanco. Subió corriendo por la escalera de servicio, con el corazón latiéndole con fuerza por el esfuerzo y la anticipación.

Se detuvo frente a la puerta del departamento de Elena para recuperar el aliento antes de tocar, pero una risa clara y sonora lo congeló en el sitio.

Era la risa de Elena.

No era la risa contenida y delicada que usaba frente a los demás, era una carcajada libre, llena de burla.

Se pegó a la puerta, el oído presionado contra la madera fría.

"¿De verdad vas a seguir con esto, Elena? Ya pasaron cinco años", dijo la voz de Sofía, su mejor amiga.

"Claro que sí", respondió Elena, y su voz, sin el tono lastimero que siempre usaba con él, sonaba cortante y fría. "Todavía no he terminado. Faltan las humillaciones. Hoy es la número noventa y nueve".

Mateo sintió que el aire le faltaba.

¿Humillaciones?

"Noventa y nueve", repitió Sofía, con un deje de diversión. "¿Por qué sigues torturando a ese pobre chico? ¿Todavía no superas lo de Rodrigo?"

El nombre de Rodrigo cayó como una piedra en el estómago de Mateo. Rodrigo, el amor de juventud de Elena, un artista que se fue de viaje y nunca más volvió.

"Ese mocoso tuvo la culpa", escupió Elena con un veneno que Mateo nunca le había oído. "Ese día, Rodrigo me esperaba en el aeropuerto. Iba a irme con él. Pero Mateo se puso enfermo, con una fiebre altísima. Tuve que quedarme a cuidarlo, y por su culpa, perdí mi única oportunidad. Rodrigo se fue, pensando que no me importaba".

El mundo de Mateo se tambaleó.

Él recordaba ese día. Tenía solo doce años y una gripe terrible. Elena se había quedado a su lado, leyéndole cuentos con una paciencia infinita. Él pensó que era un acto de amor.

"Así que fingiste el accidente, la parálisis, todo, ¿solo para vengarte de un niño?", preguntó Sofía, incrédula.

"No me vengué de un niño. Me estoy vengando del hombre en que se convirtió", corrigió Elena con frialdad. "Cinco años. Cinco años de mi vida le he hecho pagar. Cada recado estúpido, cada plato de comida que le tiro, cada vez que lo mando a la otra punta de la ciudad por un capricho. Cada vez es una pequeña dosis de lo que yo sufrí. Y él, el idiota, cree que lo hago porque lo quiero, porque estoy enferma. Se desvive por mí, ¿puedes creerlo? Es patético".

Las risas de ambas mujeres llenaron el silencio.

Para Mateo, ese sonido fue el fin de todo. El amor, la devoción, los cinco años de sacrificio, todo se convirtió en cenizas en un instante. No era un cuidador, era el objeto de una venganza cruel y retorcida.

Su mano temblorosa se apartó de la puerta. La bolsa con los medicamentos cayó al suelo con un ruido sordo.

Se sentía vacío, hueco. El dolor era tan intenso que no podía ni respirar. Quería gritar, golpear la puerta, pero estaba paralizado.

Respiró hondo, una, dos, tres veces. Se obligó a recoger la bolsa. Tenía que entrar. Tenía que seguir con la farsa, solo un poco más.

Tocó el timbre.

La puerta se abrió y Sofía lo miró con una sonrisa condescendiente.

"Vaya, mírate. Pareces una rata de alcantarilla, Mateo".

Mateo no dijo nada. Pasó a su lado y caminó hacia la sala, donde Elena lo esperaba en su silla de ruedas, con una expresión de falsa preocupación en el rostro.

"Mateo, cariño, ¿por qué tardaste tanto? Estaba tan preocupada por ti con esta lluvia", dijo con su voz suave y lastimera.

Mateo la miró. Vio la mentira en sus ojos, la crueldad oculta tras la máscara de fragilidad. Su corazón, que antes se aceleraba al verla, ahora era una piedra de hielo.

"Hubo mucho tráfico", dijo con voz neutra. Le entregó la bolsa.

"Gracias, mi niño. Eres un ángel".

Elena le sonrió, y esa sonrisa, que antes le parecía el sol, ahora le quemaba.

De repente, la prima de Mateo, Isabel, que había venido de visita y estaba en la cocina, salió hecha una furia. Isabel nunca se había tragado el cuento de la dulce tía Elena.

"¿Otra vez lo mandaste a salir con este diluvio?", le espetó a Elena, señalando a Mateo. "¡Míralo! Está temblando de frío. ¿No tienes corazón?".

Elena puso una expresión de víctima.

"Isabel, por favor. Necesitaba mis medicinas. Mateo entiende, él me cuida".

"¡Te aprovechas de él!", gritó Isabel. Se acercó a Mateo y le puso una mano en el hombro. "¿Estás bien, primo?".

Mateo solo asintió, incapaz de hablar. Sentía que si abría la boca, vomitaría todo el veneno que acababa de tragar.

"No te preocupes por mí, Isabel. Estoy acostumbrado", logró decir, y sus palabras sonaron más amargas de lo que pretendía.

Elena frunció el ceño, notando el cambio en su tono.

"Mateo, no seas grosero con tu prima", lo reprendió suavemente. "Ve a cambiarte, no quiero que te enfermes. Ya sabes lo mucho que me preocupo por ti".

Cada palabra era una mentira calculada. Una vuelta más al tornillo de su tortura.

Mateo se dio la vuelta sin decir nada más y se dirigió a su pequeño cuarto en el área de servicio.

Al cerrar la puerta, se apoyó en ella y se deslizó hasta el suelo.

El sonido de las risas de Elena y Sofía volvió a llegar desde la sala, más bajo esta vez, pero igual de afilado.

Ahí, en la soledad de su cuarto, Mateo se permitió romperse. Las lágrimas silenciosas rodaron por sus mejillas, mezclándose con el agua de lluvia.

El amor había muerto. Y en su lugar, solo quedaba un desierto de traición y un frío deseo de escapar.

            
            

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