Cinco Años De Mentiras
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Capítulo 3

Mateo miró al Dr. Ricardo. Se preguntó si ese hombre sabría que era solo un sustituto, un peón en un juego de venganza que ni siquiera entendía.

¿O acaso le gustaba el papel? Ser el amante de una diseñadora rica y famosa, aunque fuera en el marco de una farsa tan retorcida.

Y él, Mateo, ¿qué era en esa casa?

Ya no era el sobrino adorado, ni el cuidador devoto. Ahora era solo "el que ayuda". Una pieza más del decorado. Un fantasma.

"Así que te quedas a vivir aquí", dijo Mateo, mirando directamente a Ricardo. Su voz era plana.

Ricardo pareció un poco incómodo bajo su mirada directa.

"Sí, es por el bien de la terapia de Elena", respondió, con su ensayada sonrisa profesional.

"Mi sobrino", repitió Elena, esta vez con más fuerza, como si quisiera dejar clara la jerarquía. "Vive aquí, en el cuarto de servicio. No te molestará".

Cada palabra lo rebajaba más.

Esa noche, el departamento, que ya era una prisión para Mateo, se convirtió en una cámara de tortura.

Desde su pequeño cuarto, podía oír todo.

Las risas de Elena y Ricardo en la sala. El tintineo de sus copas de vino. Sus susurros.

Más tarde, oyó sus pasos dirigiéndose a la habitación principal, la habitación de Elena.

Y luego, oyó otros sonidos.

Sonidos íntimos. Gemidos ahogados. La risa de Elena, esta vez una risa de placer.

Mateo se tapó los oídos con las manos, pero el sonido parecía atravesar sus palmas, su cráneo, hasta instalarse en su cerebro. Se hizo un ovillo en su cama, temblando. Las lágrimas de impotencia y asco le quemaban los ojos.

El amor que una vez sintió por ella ahora era una herida abierta y purulenta.

Recordó la única vez que se había atrevido a confesarle sus sentimientos. Fue en su cumpleaños número dieciocho. Había pasado todo el día cocinando su pastel favorito. Por la noche, con el corazón en la garganta, le dijo: "Tía Elena, creo que te quiero. No como a una tía".

Elena lo había mirado con una ternura infinita, le había acariciado la mejilla y le había dicho: "Oh, Mateo. Eres tan dulce. Pero solo eres un niño. Yo soy una mujer vieja y rota. Lo que sientes es gratitud, cariño, pero no es amor de verdad. Ya lo entenderás cuando crezcas".

Le había roto el corazón, pero de una manera suave, casi amable. Ahora entendía que esa amabilidad también era parte de la farsa. Lo mantenía enganchado, esperanzado. Lo necesitaba dócil para poder seguir con su venganza.

El recuerdo le provocó una oleada de náuseas.

A la mañana siguiente, se levantó antes que nadie, como siempre, para preparar el desayuno. Al pasar por la sala, vio dos copas de vino vacías en la mesita de centro. Una de ellas tenía una mancha de labial rojo.

Junto a las copas, había una corbata de seda, olvidada. La corbata de Ricardo.

La imagen fue tan brutal, tan explícita, que Mateo sintió que algo dentro de él se rompía.

Dio un paso atrás, chocando con una pequeña mesa auxiliar. Un vaso de cristal que estaba al borde cayó al suelo y se hizo añicos.

El ruido despertó a Elena.

Salió de su habitación, empujando ella misma su silla de ruedas, con una bata de seda. Ricardo venía detrás de ella, ya vestido, con el pelo húmedo.

"¿Qué fue ese escándalo, Mateo?", preguntó Elena, con el ceño fruncido. Vio los cristales rotos en el suelo. "¿Qué hiciste? ¡Sabes que odio el desorden!".

"Lo siento", susurró Mateo, agachándose para recoger los trozos más grandes. "Se me resbaló".

"Ten más cuidado, por el amor de Dios", dijo Elena, con fastidio. Luego, su tono cambió a uno de falsainocencia. Se dirigió a Ricardo. "Ay, qué pena. Mateo a veces es un poco torpe. Pero tiene buen corazón".

Ricardo miró a Mateo, agachado en el suelo, y luego a Elena. Una sonrisa de superioridad se dibujó en su rostro.

"No te preocupes, Elena. Son cosas que pasan", dijo, y luego, mirando a Mateo, añadió: "Pero sí, ten más cuidado. No querrás que tu tía se disguste".

Mateo se cortó un dedo con un trozo de cristal. La sangre brotó, roja y brillante. Miró la gota de sangre en su dedo y luego a ellos dos.

Elena vio la sangre.

"¡Mira lo que hiciste! ¡Ahora estás sangrando por toda la alfombra! Eres un inútil", gritó, su máscara de dulzura completamente rota. "¡Limpia esto ahora mismo y luego discúlpate con el doctor Ricardo por haberlo despertado!".

Mateo se levantó lentamente, con el dedo sangrando.

Miró a Elena, luego a Ricardo. La humillación era tan grande, tan aplastante, que ya ni siquiera sentía dolor. Solo un frío glacial.

"Discúlpate", repitió Elena, su voz un silbido.

Mateo no se movió.

"¡Que te disculpes, te digo!", gritó Elena, golpeando el brazo de su silla de ruedas.

Ricardo intervino, poniendo una mano en el hombro de Elena.

"Tranquila, mi amor. No es para tanto. Ya, muchacho, haz lo que dice tu tía y terminemos con esto".

La forma en que dijo "mi amor", la forma en que lo llamó "muchacho". Era una demostración de poder. De quién mandaba ahora en esa casa.

Mateo sintió que la rabia lo ahogaba, pero la reprimió. Todavía no era el momento.

Bajó la cabeza.

"Lo siento, doctor Ricardo", dijo, con la voz hueca. "No volverá a pasar".

            
            

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