Cinco años de su vida, borrados. El amor que sentía por ella, que había sido el centro de su universo, se desintegraba con cada metro que lo alejaba de esa puerta. Para cuando llegó a la parada del autobús, ya no quedaba nada. Solo un vacío helado y una náusea profunda.
Al día siguiente, Elena lo llamó. Su voz era melosa, como si nada hubiera pasado.
"Mateo, necesito que vengas. Hay alguien que quiero presentarte".
Tuvo que ir. Todavía no podía simplemente desaparecer. Necesitaba un plan.
Cuando llegó, Elena estaba en la sala, radiante. A su lado, de pie, había un hombre alto, de cabello castaño y ojos soñadores. Un artista. Mateo sintió un escalofrío. El hombre se parecía inquietantemente a las viejas fotos que había visto de Rodrigo.
"Mateo, te presento al Dr. Ricardo", dijo Elena con una sonrisa triunfante. "Es un médico maravilloso. Sofía me lo recomendó. Va a ayudarme con una nueva terapia. Dice que quizás, con su ayuda, pueda volver a caminar".
Ricardo le extendió la mano a Mateo con una sonrisa carismática.
"Un placer. Elena me ha hablado mucho de ti. Eres su sobrino consentido, ¿verdad?".
Mateo estrechó su mano. Estaba fría. Vio los ojos de Ricardo recorrerlo, y no vio a un médico, vio a un actor. Un peón en el juego de Elena. Y lo más cruel de todo, un sustituto. Una burla viviente del amor perdido de Elena, y un recordatorio constante para Mateo de la razón de su castigo.
La rabia, fría y clara, comenzó a reemplazar el dolor.
"Sí. Soy yo", respondió Mateo, su voz desprovista de toda emoción.
Esa noche, no pudo dormir. La imagen de Ricardo, la copia barata de Rodrigo, se repetía en su mente. Era una crueldad innecesaria, un nivel de manipulación que le revolvía el estómago.
Tomó su viejo celular y marcó un número internacional.
"¿Bueno?". La voz cálida de su tía Carmen al otro lado del mundo fue como un bálsamo.
"Tía...", la voz de Mateo se quebró. "Tía, necesito tu ayuda. Necesito salir de aquí".
Sin hacer preguntas, Carmen le dijo:
"Claro que sí, mi niño. ¿Qué necesitas? Haré lo que sea".
Comenzaron a trazar un plan. Carmen le conseguiría un pasaporte, una nueva identidad si era necesario. Le compraría un boleto de avión. Lo sacaría de ese infierno. Por primera vez en veinticuatro horas, Mateo sintió una pequeña chispa de esperanza.
Los días siguientes fueron una tortura. Mateo actuaba su papel a la perfección. Cocinaba para Elena, la ayudaba con sus "ejercicios", soportaba la presencia constante de Ricardo, que ahora pasaba casi todo el tiempo en el departamento.
Una tarde, mientras estaba en la cocina, sonó el teléfono de la casa. Era Elena.
"Mateo, voy a tardar un poco más. El doctor Ricardo me invitó a cenar a un lugar precioso. No me esperes despierto".
Mientras hablaba, Mateo escuchó una voz de fondo. La voz de Ricardo.
"Elena, mi amor, cuelga ya y ven a la cama".
Hubo un silencio incómodo en la línea.
"Era la televisión, Mateo. No te preocupes", dijo Elena rápidamente antes de colgar.
Mateo se quedó quieto, con el teléfono en la mano. Así que no solo era su "médico". Era su amante. La mentira sobre la mentira. Le dio asco.
Aprovechó la ausencia de Elena para acelerar sus planes. Empacó la poca ropa que tenía en una vieja mochila. Juntó sus documentos, el dinero que había ahorrado de los pequeños trabajos de cocina que hacía a escondidas. Estaba casi listo.
Unos días después, Elena regresó a casa por la tarde, del brazo de Ricardo. Venían riendo.
"Mateo, qué bueno que estás aquí", dijo Elena, con su habitual tono de dueña y señora. "A partir de hoy, el doctor Ricardo se quedará a vivir con nosotros. Necesita supervisar mi progreso de cerca, ¿entiendes?".
Ricardo le sonrió a Mateo, una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
Elena se giró hacia Ricardo, ignorando por completo a Mateo.
"Ricardo, mi amor, te presento a Mateo. Es mi sobrino. Un buen chico, me ayuda con las cosas de la casa".
La palabra "sobrino" fue pronunciada con un énfasis que la despojaba de cualquier cariño. Lo había degradado. De "ángel" y "niño" a simplemente "el que ayuda". Era una humillación pública, frente al hombre que ella había traído para reemplazar al amor de su vida y, de paso, para torturarlo a él.
Mateo los miró a los dos, de pie juntos, un cuadro de falsa felicidad y crueldad calculada.
No dijo nada. Solo asintió lentamente.
Pero por dentro, la cuenta regresiva para su libertad había comenzado.