Respiró hondo, sintiendo los ojos de Ricardo fijos en él.
Lentamente, inclinó su cuerpo en una reverencia rígida y torpe.
"Mis disculpas, doctor Ricardo", repitió, cada palabra un trozo de vidrio en su garganta.
"Así está mejor", dijo Elena, satisfecha. Su ira pareció disiparse tan rápido como había llegado. De repente, su expresión se suavizó en una falsa preocupación. "Ahora ven, déjame ver ese dedo. No quiero que se te infecte".
Intentó tomar su mano, pero Mateo la retiró instintivamente.
"Estoy bien", dijo, su voz cortante.
Elena pareció dolida por su rechazo, otra actuación para la galería.
"No seas así, Mateo. Solo me preocupo por ti".
Se arrodilló para terminar de recoger los cristales rotos, ignorándola. Elena suspiró dramáticamente.
"Está bien. Como quieras. Pero al menos ponte una curita".
Mientras Mateo recogía el último trozo de cristal, la gobernanta, una mujer mayor que seguía las órdenes de Elena al pie de la letra, se le acercó.
"Joven Mateo", dijo en voz baja. "La señora Elena me ha pedido que prepare el cuarto de huéspedes para el doctor Ricardo. Y me ha dicho que usted... que usted debería mudarse al pequeño almacén junto a la cocina. Dice que el doctor necesita más espacio y privacidad".
Le quitaban su cuarto. El pequeño espacio que había sido su refugio durante cinco años. Ahora lo mandaban a un almacén, como si fuera un trasto viejo.
"Entendido", respondió Mateo, sin levantar la vista del suelo.
Esa tarde, mientras Elena y Ricardo salían a una de sus "citas de terapia", Mateo hizo la mudanza. El almacén era un cuartucho sin ventanas, lleno de cajas y productos de limpieza. Olía a cloro y a humedad.
Trasladó su colchón y su mochila. No tenía mucho más.
Mientras ordenaba sus pocas pertenencias, encontró una pequeña caja de madera en el fondo de su mochila. Dentro estaban todos los recuerdos que había guardado de Elena. Una flor seca que ella le había regalado una vez, una entrada de cine de una película que vieron juntos, una pequeña nota que ella le escribió dándole las gracias por una sopa cuando estaba "enferma".
Cinco años de mentiras, contenidos en una pequeña caja.
La tomó, junto con el resto de la basura del almacén, y la llevó al incinerador del edificio.
Abrió la caja y miró los objetos por última vez. Ya no sentía nostalgia, ni tristeza. Solo un asco profundo.
Los arrojó a las llamas.
Vio cómo el fuego consumía la flor, el papel, los recuerdos. El humo negro se elevó, y Mateo sintió como si algo pesado se estuviera quemando también dentro de él.
El amor. La esperanza. El viejo Mateo.
Se quedó allí, mirando las llamas, hasta que solo quedaron cenizas.
Al volver al departamento, encendió la televisión. El pronóstico del tiempo.
"Se avecina una tormenta tropical para mañana por la noche", decía el meteorólogo. "Se esperan lluvias torrenciales y fuertes vientos en toda la ciudad".
Mateo apagó la televisión.
Mañana.
Sería la última vez. Lo supo con una certeza absoluta.
Elena había mencionado noventa y nueve humillaciones. La reverencia de la mañana había sido la número cien. Pero la venganza de Elena no había terminado. Faltaba el gran final. Y la tormenta de mañana sería el escenario perfecto.
Estaba seguro de que Elena le pediría hacer algo imposible, algo peligroso, en medio de la tormenta. Sería su castigo final, su obra maestra de crueldad.
Y Mateo iba a ir.
Caminaría directamente hacia la trampa.
Pero esta vez, sería bajo sus propios términos.
Lejos de allí, en un bar de moda en la Condesa, Elena tomaba un martini con Sofía. Ricardo no estaba.
"¿Estás segura de esto, Elena?", preguntó Sofía, jugando con su copa. "Lo de mañana parece... excesivo. Incluso para ti".
Elena sonrió, una sonrisa fría y afilada.
"Se lo merece. Mañana es el aniversario del día en que Rodrigo se fue. Es poético, ¿no crees? Una tormenta, igual que la que había en mi corazón ese día".
"¿Y qué vas a hacer exactamente?".
Elena bebió un sorbo de su martini.
"Lo mandaré al lugar más peligroso de la ciudad, al callejón más oscuro, a buscar una medicina que no existe. Y mientras él está allí, temblando de miedo y empapado por la lluvia, yo lo llamaré y le diré que me equivoqué de dirección. Que la farmacia real está al otro lado de la ciudad. Lo haré correr como un perro sin dueño toda la noche".
"¿Y si le pasa algo?", preguntó Sofía.
Elena se encogió de hombros con una indiferencia escalofriante.
"Entonces será el destino. Un justo castigo por arruinar mi vida".
Sofía la miró, y por primera vez, vio no a una amiga vengativa, sino a un monstruo. Pero no dijo nada. Estaba demasiado metida en el juego como para salirse ahora.