El Honor de un Padre
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Capítulo 1

El olor a pintura fresca y a tierra mojada llenaba el aire del barrio, una mezcla que para Elena Rojas era el aroma del triunfo, el olor del futuro que con tanto esfuerzo construía para su hermano pequeño, Miguel.

Hoy, Miguel había terminado su obra maestra, un mural vibrante que ocupaba toda una pared lateral de la tortillería de Doña Carmen, un torbellino de colores que contaba la historia de su gente, de sus sueños y de su lucha diaria.

Los vecinos se habían reunido, aplaudían y felicitaban al joven artista, cuyas manos, manchadas de mil colores, eran la herramienta de su genio y el sustento de su pequeña familia.

Elena lo miraba con un orgullo que no le cabía en el pecho, Miguel era su todo desde que su padre, un valiente agente de la Patrulla Fronteriza, había muerto en cumplimiento del deber, dejándoles solo una placa de honor y un vacío inmenso.

Ella había dejado sus propios sueños de lado para que Miguel pudiera pintar, para que esas manos mágicas nunca dejaran de crear.

La celebración, sin embargo, se rompió con el rugido de dos camionetas negras que frenaron en seco, levantando polvo y miedo.

De ellas bajaron hombres robustos, con la arrogancia tatuada en el rostro, liderados por un joven de ropa cara y sonrisa torcida, Ricardo Mendoza, el hijo menor de la familia que tenía asfixiado al barrio con sus extorsiones.

"Qué bonito te quedó el dibujito, artista", dijo Ricardo, su voz goteando sarcasmo. "Pero el arte cuesta, y en mi barrio, todo el mundo paga su cuota".

Miguel se paró frente a su mural, su cuerpo delgado temblando de rabia, no de miedo.

"Mi arte es para la gente, no para criminales como ustedes".

La sonrisa de Ricardo se borró, sus ojos se endurecieron como piedras.

"Error, mocoso".

Fue rápido, brutal y devastador, los hombres de Mendoza se abalanzaron sobre Miguel, sus puños y patadas llovían sobre el cuerpo del joven mientras otros, con una crueldad metódica, volcaban las latas de pintura sobre el mural, destruyendo la obra con brochazos de negro y gris.

Elena gritó, un sonido desgarrador que se perdió en el caos, intentó llegar a su hermano, pero dos hombres la sujetaron, obligándola a mirar.

Lo peor vino después, Ricardo Mendoza se arrodilló junto a Miguel, que yacía en el suelo, y con una calma aterradora, tomó una de las manos de su hermano y la pisó con toda su fuerza.

Un crujido seco, inhumano, seguido de un grito de agonía pura de Miguel.

Luego, la otra mano.

"Para que aprendas a respetar", susurró Ricardo, antes de levantarse y limpiarse el zapato en la camisa de Miguel.

Cuando los Mendoza se fueron, dejando un rastro de destrucción y desesperación, Elena corrió hacia su hermano.

Las manos de Miguel, sus preciosas manos de artista, eran una masa informe de huesos rotos y sangre, sus dedos torcidos en ángulos imposibles.

En el hospital, el mundo de Elena se encogió al tamaño de una sala de emergencias con olor a antiséptico.

Miguel estaba sedado, con ambas manos envueltas en vendas gruesas, su rostro pálido y surcado de dolor incluso en la inconsciencia.

Elena fue a la comisaría más cercana, con el corazón lleno de una furia helada, decidida a obtener justicia.

Pero allí se topó con un muro de indiferencia y burocracia, el oficial que la atendió bostezó mientras ella relataba los hechos, sus ojos vidriosos apenas la miraban.

"Mire, señorita", dijo el policía con desgana, "la familia Mendoza es... complicada. Le aconsejo que no se meta en problemas".

La frustración y la impotencia la ahogaban.

"¡Le rompieron las manos a mi hermano! ¡Destruyeron su vida!", gritó Elena, sus palabras resonando en la silenciosa estación.

En ese momento, la puerta se abrió y entró Ricardo Mendoza, flanqueado por un abogado de traje impecable.

Se acercó al mostrador, ignorando por completo a Elena, y saludó al oficial como a un viejo amigo.

"Oficial Ramírez, qué gusto. Solo pasaba a asegurarme de que no hubiera ningún malentendido", dijo Ricardo, y luego sus ojos se posaron en Elena, una mirada llena de desprecio y poder.

"Tú", dijo, su voz baja y amenazante. "Escúchame bien. Olvida esto. Mi familia es dueña de este barrio, de la policía, de los jueces. Si sigues molestando, la próxima vez no será solo tu hermanito el que termine mal".

Luego, con una sonrisa cruel, añadió: "Te daré un consejo, acepta la lana que te ofrezcamos y lárgate, es lo mejor para todos".

Elena se quedó paralizada, el veneno de sus palabras congelándole la sangre.

Salió de la comisaría sintiéndose derrotada, el sistema que debía protegerla le había dado la espalda, la justicia era una mercancía que ella no podía pagar.

De vuelta en su pequeño departamento, el silencio era abrumador.

Se sentó en el desgastado sofá, la mirada perdida en la pared donde colgaba una única fotografía de su padre en uniforme.

A su lado, en una caja de madera pulida, estaba su placa de honor.

La desesperación era un pozo sin fondo, no tenía dinero, ni poder, ni a nadie a quién recurrir.

Miró las manos vendadas de su hermano en el hospital, y luego miró la placa de su padre, un objeto frío y pesado, el símbolo de un sacrificio, el legado de un hombre de honor.

En la más profunda de las oscuridades, una idea comenzó a formarse, un último recurso, una apuesta desesperada.

Recordó las historias que su padre le contaba, sobre el honor, sobre la lealtad, sobre la Patrulla Fronteriza, una hermandad que no abandonaba a los suyos.

Su padre, un hombre que había muerto sirviendo a su país, les había dejado más que un recuerdo, les había dejado un nombre, un legado.

Elena tomó la caja de madera, sus dedos temblorosos rozaron el metal frío de la placa.

Era todo lo que tenía, el honor de su padre.

Y lo usaría para reclamar la justicia que le habían negado.

            
            

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