El Honor de un Padre
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Capítulo 4

El abogado Cienfuegos no tardó en volver a aparecer.

Esta vez, la esperó en el lobby del hospital, su presencia era tan fuera de lugar como un buitre en un nido de palomas.

"Señorita Rojas", dijo, su tono ahora desprovisto de toda falsa amabilidad. "Mis clientes son personas pacientes, pero su paciencia se está agotando".

Puso un nuevo sobre sobre la mesita de la sala de espera.

"Doscientos mil pesos. Es la última oferta. Tómelo o aténgase a las consecuencias".

Elena ni siquiera miró el sobre.

"Ya le di mi respuesta", dijo, su voz era plana, sin emociones. "No quiero su dinero. Quiero que Ricardo Mendoza enfrente un juicio por lo que hizo. Quiero que la ley se aplique por igual para todos".

Cienfuegos soltó una risa seca, sin alegría.

"La ley es una herramienta, señorita. Y pertenece a quienes saben cómo usarla. Y, más importante, a quienes pueden pagarla. Usted no tiene nada. Ni dinero, ni influencias, ni futuro".

Sus últimas palabras resonaron con un eco siniestro.

Dos días después, Elena recibió una carta oficial de la universidad pública en la que había sido aceptada.

Con manos temblorosas, la abrió.

"Lamentamos informarle que, debido a una revisión de su expediente y a irregularidades administrativas encontradas, su admisión ha sido revocada".

Irregularidades administrativas.

Una mentira tan burda, tan descarada, que casi le hizo reír.

El brazo de los Mendoza era largo, más largo de lo que había imaginado, llegaba hasta los pasillos de la academia, envenenando su único sueño personal, su única vía de escape.

Era un mensaje claro: podemos destruirte de todas las formas posibles.

La desesperación la golpeó con la fuerza de un puño, pero solo por un momento.

Luego, la rabia volvió a tomar el control.

Se sentó en su pequeña cocina y escribió una declaración, simple y directa, detallando el ataque a Miguel, las amenazas, la extorsión del abogado, la revocación de su admisión universitaria.

Hizo cien copias en la papelería de la esquina.

Al día siguiente, se paró frente al palacio de justicia y comenzó a repartirlas a cualquiera que pasara.

"¡Justicia para Miguel Rojas!", gritaba. "¡Un artista mutilado por la familia Mendoza! ¡El sistema corrupto los protege!".

Algunas personas la ignoraban, otras tomaban el volante con curiosidad.

Pero su acto de desafío no pasó desapercibido.

"No voy a rendirme", le dijo esa noche a Miguel, que la miraba desde su cama de hospital con ojos tristes. "Si los abogados no me ayudan, me convertiré en mi propia abogada. Si los tribunales no me escuchan, haré que la calle entera grite tu nombre".

Y cumplió su palabra.

Pasaba sus días en la biblioteca pública, devorando libros de derecho penal, aprendiendo sobre procedimientos, mociones y evidencias.

Las palabras eran complejas, el sistema un laberinto, pero su determinación era su guía.

Tomaba notas, subrayaba párrafos, preparaba un caso que sabía que probablemente nunca llegaría a un juez.

Era un acto de fe, un acto de pura y obstinada rebeldía.

Mientras tanto, las facturas del hospital se acumulaban, una montaña de papel que amenazaba con aplastarlos.

La fisioterapia de Miguel, crucial para cualquier mínima esperanza de recuperación, era costosa.

Elena había agotado sus pequeños ahorros.

Solo quedaba una cosa.

En el fondo de un viejo armario, guardaba una caja de metal.

Dentro estaba el dinero del seguro de vida de su padre, una suma que él había dejado específicamente para la educación universitaria de ambos.

Era un dinero sagrado, el último sacrificio de su padre por su futuro.

Con el corazón encogido, Elena tomó la caja.

Abrió la tapa y miró los fajos de billetes, cada uno de ellos un recordatorio de la vida que su padre no pudo vivir.

Las lágrimas rodaron por sus mejillas mientras sacaba el dinero.

Estaba gastando el sueño de su padre para pagar las consecuencias del crimen de otro hombre.

"Perdóname, papá", susurró al aire. "Sé que querías esto para nuestros estudios, para una vida mejor. Pero ahora... ahora lo necesito para mantener a Miguel con vida, para poder seguir luchando por el honor que tú me enseñaste".

Pagó las facturas, cada billete que entregaba se sentía como un pedazo de su alma.

Pero al hacerlo, una nueva fuerza nació en ella.

Los Mendoza le habían quitado su futuro, le estaban quitando el legado de su padre.

Ya no tenía nada que perder.

Y una persona sin nada que perder es la persona más peligrosa del mundo.

                         

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