El Honor de un Padre
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Capítulo 3

Los días que siguieron fueron una niebla de dolor y burocracia.

Elena pasaba las horas en el hospital, viendo a Miguel hundirse en una depresión silenciosa, sus ojos fijos en las vendas que aprisionaban sus manos, su espíritu artístico roto en mil pedazos.

Cuando no estaba en el hospital, estaba recorriendo oficinas gubernamentales, buscando a alguien, a cualquiera, que la escuchara.

Pero las puertas se cerraban una tras otra.

Una tarde, mientras salía de la fiscalía con otra negativa en las manos, sintió que la seguían.

En una callejuela poco transitada, dos de los hombres de Mendoza la acorralaron contra una pared.

Ricardo Mendoza apareció de entre las sombras, su presencia era una mancha de oscuridad en la tarde gris.

"Te lo advertí, Elena", dijo, su voz era un susurro helado. Me empujó con fuerza contra la pared de ladrillos, el impacto me sacó el aire. "Te dije que te estuvieras quieta".

"No te tengo miedo", respondió ella, aunque su corazón latía desbocado.

Ricardo se rió. "Deberías".

Antes de que pudiera reaccionar, uno de sus matones la agarró del brazo, torciéndoselo detrás de la espalda con una fuerza brutal.

Un grito ahogado escapó de sus labios.

"Esto es solo un aviso", dijo Ricardo, su rostro a centímetros del de ella. "El próximo no será tan suave".

La soltaron y cayó al suelo, raspándose las rodillas.

Se fueron riendo, dejándola humillada y adolorida.

Al día siguiente, un hombre elegante con un portafolio de cuero la abordó a la salida de su edificio.

"Señorita Rojas, mi nombre es Armando Cienfuegos. Soy el abogado de la familia Mendoza".

Su voz era suave, casi amable, pero sus ojos eran fríos y calculadores.

"No tengo nada que hablar con usted", dijo Elena, intentando seguir su camino.

"Le sugiero que me escuche", insistió él, bloqueándole el paso. "Mis clientes están... decepcionados por su terquedad. Entienda, señorita, la familia Mendoza tiene conexiones muy profundas en esta ciudad. En el gobierno, en la policía, en el sistema judicial. Luchar contra ellos es como intentar detener un tren con las manos desnudas. Es un suicidio".

La llevó a una cafetería cercana, insistiendo en que solo le robaría cinco minutos.

"Ricardo es un joven impetuoso, lo admito", continuó Cienfuegos, mientras el mesero les servía café. "Cometió un error. Pero es un Mendoza. La familia protege a los suyos. No van a permitir que un incidente menor arruine su futuro".

"¿Incidente menor? ¡Le destrozaron las manos a mi hermano!", exclamó Elena, su voz atrayendo las miradas de otros clientes.

El abogado suspiró, como si estuviera tratando con una niña caprichosa.

"Mire, usted es una joven inteligente. Tiene un futuro por delante. Acaba de ser aceptada en la universidad, ¿no es así? Sería una lástima que algo... inesperado sucediera con su matrícula. O que de repente le fuera imposible encontrar un trabajo en esta ciudad para pagar sus estudios y los cuidados de su hermano".

La amenaza era clara, velada en un lenguaje cortés pero inconfundible.

Estaban dispuestos a destruir su vida también.

"Mis clientes están dispuestos a ser generosos", dijo Cienfuegos, deslizando un documento sobre la mesa. "Hemos aumentado la oferta. Cien mil pesos. Y un acuerdo de confidencialidad. Usted retira todos los cargos, olvida lo que pasó, y todos seguimos con nuestras vidas".

Elena miró el papel, las cláusulas legales parecían burlarse de ella.

Vio el rostro de su hermano en su mente, sus ojos vacíos, sus manos vendadas.

Vio el mural destruido.

Vio la sonrisa arrogante de Ricardo Mendoza.

La rabia le subió por la garganta, una ola caliente y amarga.

Con un movimiento brusco, agarró el documento, lo hizo pedazos y arrojó los trozos a la cara del abogado.

"¡Dígale a sus clientes que se pueden meter su dinero y su acuerdo por donde mismo les dije antes!", gritó, su voz temblando de furia. "¡No me van a comprar! ¡No me van a asustar!".

Se levantó y salió de la cafetería, dejando al abogado Cienfuegos cubierto de papelitos y con una expresión de incredulidad en el rostro.

Corrió sin rumbo, las lágrimas de frustración y rabia nublándole la vista.

Terminó, casi por instinto, de nuevo en la comisaría.

El mismo oficial Ramírez estaba en el mostrador.

"Usted otra vez, señorita", dijo con un suspiro cansado. "Ya le dije que no podemos hacer nada".

"¡Me acaban de amenazar! ¡Me agredieron ayer!", le espetó Elena.

"¿Tiene pruebas? ¿Testigos?", preguntó él, con un tono que dejaba claro que no le creía. "Mire, le voy a dar el mismo consejo que le di antes, y se lo doy de buena fe. Acepte el dinero. Es lo más inteligente que puede hacer. Deje las cosas como están antes de que empeoren".

Elena salió de allí sintiéndose más sola que nunca.

El sistema estaba corrupto hasta la médula, los protectores eran cómplices.

Esa noche, no pudo dormir.

Se sentó junto a la ventana de su pequeño apartamento, mirando la ciudad que se había convertido en su jaula.

Recordó a su padre, un hombre recto y valiente que creía en la ley y el honor.

¿Qué pensaría él si la viera ahora, tan desamparada?

Recordó los años difíciles después de su muerte, cómo ella había asumido el rol de madre y padre para Miguel, trabajando en lo que fuera para que a él no le faltara nada, para que pudiera seguir su pasión.

Habían luchado tanto, habían superado tanto juntos.

No iba a permitir que los Mendoza les arrebataran todo.

Su dolor y su desesperación se solidificaron en una determinación fría y dura como el diamante.

Si el sistema no le daba justicia, encontraría la manera de arrancársela.

No importaba el costo.

No se rendiría.

            
            

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