"¡Ricardo!", exclamó al llegar a la puerta de la habitación, con la respiración entrecortada y lágrimas de felicidad nublando su propia vista.
Dentro, la familia de Ricardo estaba reunida alrededor de la cama. Su madre, una mujer siempre vestida impecablemente y con una mirada fría que nunca la había aceptado, y su hermana, cuya sonrisa siempre contenía una pizca de burla. A su lado, de pie junto a Ricardo, estaba Isabel, la hija de una de las familias más ricas de la ciudad, una mujer que Ximena siempre supo que la despreciaba.
Ximena se abalanzó hacia la cama, ignorando las miradas hostiles.
"Ricardo, qué bueno que estás bien."
Su voz se quebró por la emoción. Extendió la mano para tocar su rostro, un gesto que habían compartido miles de veces. Pero él la apartó con brusquedad, un gesto tan ajeno, tan violento, que la dejó paralizada.
"¿Quién eres tú?"
La voz de Ricardo era fría, desconocida. No había rastro del amor, de los quince años que habían compartido. La miró con los ojos que antes eran de ella, pero no la reconoció. Su mirada se posó en Isabel, que estaba a su lado, y una sonrisa suave apareció en sus labios.
"Mi prometida está aquí, aléjate."
El mundo de Ximena se hizo pedazos en ese instante. Las palabras de Ricardo fueron como un golpe físico, dejándola sin aire.
Isabel se acercó a ella, con una expresión de falsa compasión que no lograba ocultar el triunfo en sus ojos.
"Señorita", dijo con un tono condescendiente, "sé que siempre te ha gustado Ricardo, pero eres solo una sirvienta de nuestra casa. Por favor, no lo molestes en un momento tan delicado."
"¿Sirvienta?", susurró Ximena, confundida. Miró a la madre de Ricardo, buscando una explicación, una pizca de humanidad. "¿Qué está pasando? Yo soy su prometida. Ricardo, soy Ximena."
La madre de Ricardo soltó una risa seca y cruel.
"¿Prometida? Niña, no te equivoques. Mi hijo jamás se comprometería con alguien como tú. Isabel es su prometida, ella fue quien generosamente le donó sus córneas. Deberías estar agradecida de que te damos trabajo."
La hermana de Ricardo añadió, con veneno en cada palabra: "Siempre has sido una trepadora, Ximena. Pensaste que con el accidente podrías aprovecharte, ¿verdad? Pero la gente como tú siempre tiene su lugar. Y el tuyo no es aquí."
La humillación era un fuego que le quemaba la cara y el pecho. La verdad era una pesadilla. No solo le habían robado a su prometido, sino que le habían robado su sacrificio, su identidad. La habían convertido en una extraña, en una empleada.
"¡No! ¡Eso es mentira!", gritó, la desesperación haciéndola temblar. "¡Yo le doné mis ojos! ¡Ricardo, tienes que recordarme!"
Intentó acercarse de nuevo, pero la hermana de Ricardo la empujó con fuerza.
"¡Seguridad! ¡Saquen a esta mujer de aquí!", gritó la madre de Ricardo, con el rostro deformado por el desprecio. "Y tú", le dijo a Ximena, apuntándola con un dedo, "vuelve a la mansión ahora mismo. Tienes que preparar la cena. Es lo único para lo que sirves."
Dos guardias de seguridad la tomaron por los brazos. Ximena luchó, pataleó, gritó el nombre de Ricardo una y otra vez, pero él no volteó. Solo la miró con indiferencia, como si fuera una molestia, una loca. La arrastraron fuera de la habitación, sus súplicas resonando en el pasillo hasta que la puerta se cerró, dejándola sola con su corazón roto y la cruel realidad de su nueva vida.