Se acordó de una tarde de lluvia, justo en ese mismo lugar. Ricardo la había abrazado por la espalda mientras ella intentaba hacer una nueva mezcla de arcilla para sus cerámicas. Él le susurró al oído que su amor era como una de sus vasijas, moldeado con paciencia y cocido con el fuego de la pasión, hecho para durar para siempre. Le había besado las manos, diciendo que esas manos creaban la belleza más pura del mundo.
Ahora, esas mismas manos estaban pelando papas, temblando por la humillación y el dolor. El contraste entre el ayer y el hoy era tan brutal que sentía un nudo en la garganta que le impedía respirar.
"¿Todavía no está lista la sopa?"
La voz arrogante de Isabel la sacó de sus pensamientos. Entró en la cocina como si fuera la dueña del mundo, vestida con un elegante vestido de seda que contrastaba con el delantal sucio de Ximena.
"Casi está", respondió Ximena en voz baja, sin levantar la vista.
Isabel se acercó y miró dentro de la olla con una mueca de asco.
"Espero que sea comestible. Conociendo tus orígenes, seguro que solo sabes hacer comida para pobres."
Ximena apretó la mandíbula, pero no dijo nada. No valía la pena. No tenía fuerzas para pelear.
De repente, sintió un dolor agudo y ardiente en el brazo. Isabel, "accidentalmente", había tropezado y derramado una taza de té caliente sobre ella. La tela de su blusa se pegó a su piel quemada.
"¡Ay, qué torpe soy!", exclamó Isabel con una falsa preocupación. "Lo siento tanto."
Pero sus ojos brillaban de malicia. Ximena se mordió el labio para no gritar de dolor. El ardor era insoportable.
Justo en ese momento, la hermana de Ricardo, Laura, entró en la cocina. Vio la escena y sonrió con desdén.
"¿Qué pasa aquí? Isabel, ¿esta inútil te ha hecho algo?"
"No, no, fue un accidente", dijo Isabel, fingiendo inocencia.
Laura miró el brazo enrojecido de Ximena y se rio.
"Se lo merece. Mi madre siempre dijo que era una mala influencia. Una simple artesana de barro que quería colarse en nuestra familia. Qué ridícula."
Ximena, con la piel ardiendo y el alma hecha trizas, solo pudo susurrar: "Por favor, necesito algo para la quemadura."
Laura la miró con desprecio.
"¿Y por qué deberíamos ayudarte? Deberías estar agradecida de tener un techo sobre tu cabeza. Ahora limpia ese desastre y termina la cena. Ricardo tiene hambre."
La mención de Ricardo fue otro golpe. En su debilidad, Ximena lo intentó una última vez.
"Por favor, solo déjenme hablar con él. Él me escuchará."
"¡Cállate!", gritó Laura, su rostro contorsionado por la ira. "Ya te lo dijimos, él no quiere verte. Eres una molestia."
Cuando Ximena intentó levantarse para buscar agua fría, Laura la empujó de nuevo hacia la estufa, y su mano golpeó el borde caliente de la olla, provocándole otra quemadura. El dolor la hizo gritar esta vez.
"¡Ya basta!"
Una voz masculina, fuerte y desconocida, resonó en la cocina. Las tres mujeres se giraron. Era Ricardo, de pie en la entrada, con el ceño fruncido. Su presencia interrumpió la tortura, pero la mirada de confusión en su rostro no prometía ningún alivio, solo un nuevo tipo de infierno.