Isabel fue la primera en reaccionar. Corrió hacia Ricardo, adoptando una expresión de víctima asustada.
"¡Ricardo, mi amor! ¡Qué bueno que llegaste! Esta mujer... se quemó sola y ahora intenta culparme. ¡Está loca!"
Laura apoyó la mentira de inmediato, con la cara llena de falsa indignación.
"Así es, hermano. Ha estado diciendo cosas sin sentido desde que llegó, afirmando que es tu prometida. Está obsesionada contigo. Intentamos calmarla, pero se puso agresiva."
Ricardo miró a Ximena, que estaba en el suelo, acunando su mano quemada, con lágrimas de dolor y rabia corriendo por su rostro. Su mirada no contenía ni una pizca de compasión, solo irritación.
Ximena se levantó con dificultad, la adrenalina superando el dolor por un momento.
"¡Ricardo, no les creas! ¡Son ellas! ¡Isabel me tiró té caliente encima y Laura me empujó!", su voz era un grito desesperado. "¡Soy Ximena! ¡Tu Ximena! ¡Mírame a los ojos, por favor!"
Intentó acercarse a él, mostrarle la quemadura, buscar en sus ojos un destello de reconocimiento. Pero antes de que pudiera dar un paso, sintió un golpe seco y doloroso en la mejilla.
La madre de Ricardo, que había entrado sin hacer ruido, le había dado una bofetada.
"¡Insolente! ¿Cómo te atreves a levantarle la voz a mi hijo y a su prometida?", siseó, con los ojos llenos de odio. "Ya he tenido suficiente de tu teatro."
Ximena se llevó la mano a la mejilla, el escozor mezclándose con el ardor de sus quemaduras. El mundo se sentía irreal, una pesadilla de la que no podía despertar. Miró a Ricardo, su última esperanza.
Él se acercó, pero no para ayudarla. La miró desde arriba, con un desprecio que nunca había visto en él.
"No sé quién eres", dijo, su voz cortante como el hielo, "pero ya me cansé de tus mentiras y tu escándalo. Isabel es la mujer que amo, la que me salvó la vida. Tú no eres nadie."
Agarró su brazo herido, apretando sin piedad. Ximena ahogó un gemido de dolor.
"Escúchame bien. No vuelvas a molestar a mi familia ni a mi prometida. ¿Entendido?"
La soltó con un empujón que la hizo tambalearse. El Ricardo que ella amaba, el que la protegía, el que le prometió amor eterno, la estaba tratando como a basura. El dolor de su corazón era mil veces peor que el de su piel quemada.
"Isabel", dijo Ricardo, su tono cambiando a uno suave y protector mientras se volvía hacia ella, "¿estás bien, mi amor? No dejes que esta mujer te afecte."
La madre de Ricardo le dio la orden final a Ximena, con una frialdad absoluta.
"Vuelve a tu habitación. La que era de servicio, por supuesto. Y no salgas de ahí hasta que te llamemos."
Ximena no respondió. No tenía palabras. Con la cabeza gacha, arrastrando los pies, obedeció. Caminó por los pasillos de la que una vez fue su casa, sintiéndose como un fantasma. Al llegar a la pequeña y polvorienta habitación del servicio en el ático, abrió la puerta y el último trozo de su esperanza se desvaneció.
Todas sus pertenencias habían desaparecido. Sus libros, su ropa, sus herramientas de cerámica. Pero lo peor fue ver las paredes. Todas las fotos de ella y Ricardo, las que habían tomado a lo largo de quince años de risas y amor, habían sido arrancadas. En su lugar, colgaba una enorme fotografía de la boda de Ricardo e Isabel. Una boda que nunca sucedió. Estaban sonriendo, felices. Era una mentira perfecta, una que la había borrado por completo de la existencia. Se derrumbó en el suelo, rodeada por el eco de una vida que ya no era suya.