"Don Rodríguez, buenos días," lo saludé con una sonrisa amable.
Él me miró con sorpresa. No estaba acostumbrado a mi amabilidad.
"Sofía. Buenos días. ¿Qué se te ofrece?"
"Nada en especial. Pasaba por aquí y quise traerle un cafecito y un pan para usted y su esposa," dije, entregándole la bolsa.
El hombre, un señor mayor y serio, se quedó desconcertado. Tomó la bolsa con torpeza.
"Ah... pues, gracias, mija. No te hubieras molestad."
"No es ninguna molestia. Quería también hablar con usted. Sé que pronto sale una brigada de trabajo hacia el pueblo vecino, para la cosecha. Me gustaría que me apuntara."
Esto lo sorprendió aún más. "¿Tú? ¿A la cosecha? Pero si tú eres bailarina."
"El baile no siempre da de comer, don Rodríguez. Y necesito trabajar. Además, quiero aprender cosas nuevas."
Él me estudió por un momento, luego asintió lentamente. "Está bien. Es un trabajo duro, pero si quieres, te apunto. Salimos en tres días."
"Gracias, don Rodríguez. Se lo agradezco mucho."
Le di las gracias de nuevo y me fui, dejando a un hombre confundido pero con una mejor impresión de mí. Hice lo mismo con otras dos familias influyentes del pueblo, dejando pequeños regalos y mostrándome humilde y trabajadora. Sabía que Mateo y Elena intentarían manchar mi nombre, pero ahora, la gente dudaría.
Esa noche, mientras cenaba sola unos frijoles, apareció Mateo. Su expresión era más calmada, casi resignada.
"Mi mamá te invita a cenar," dijo, sin mirarme a los ojos. "Quiere que hagamos las paces."
Sabía que era una trampa, pero decidí seguirles el juego. Necesitaba saber qué estaban planeando.
"Está bien," acepté.
La cena en casa de Mateo fue tensa. Su madre, una mujer buena pero completamente dominada por su hijo, intentaba mantener una conversación animada. Elena estaba ahí, con una sonrisa falsa pegada en la cara.
Cuando trajeron la comida, mi corazón dio un vuelco. Era pescado al vapor con verduras.
Odio el pescado.
Lo detesto desde niña. Me da náuseas solo el olor. Y Elena lo sabía perfectamente. En nuestra infancia, usaba eso para molestarme.
La vi sonreír con malicia mientras ponía el plato frente a mí.
"Hice tu platillo favorito, Sofía," dijo con una dulzura empalagosa. "Espero que te guste."
Mateo me miró, esperando mi reacción. Esperando que hiciera una escena, que me quejara, que demostrara ser la "egoísta" y "caprichosa" que ellos decían que era.
Tomé el tenedor con calma. Miré el pescado blanco y humeante. El olor me revolvía el estómago, pero el amuleto en mi pecho pareció irradiar una pequeña ola de calma.
"Gracias, Elena," dije, con una sonrisa serena. "Se ve delicioso."
Pinché un trozo de pescado y me lo llevé a la boca. Mastiqué lentamente, obligándome a tragar. Sabía horrible, pero mi rostro no mostró nada más que aprecio.
Elena y Mateo se miraron, confundidos. Su pequeña maldad no había funcionado.
"¿No te gustaba más el pollo asado?" preguntó la madre de Mateo, genuinamente preocupada. "Recuerdo que de niña no comías pescado."
"A la gente le cambian los gustos, suegra," intervino Elena rápidamente. "Sofía ya es una mujer, seguro ya maduró."
"Sí," dije, tomando otro bocado. "He madurado mucho."
La madre de Mateo, sintiendo la tensión, regañó a su hijo.
"Mateo, sírvele más agua a Sofía. No seas desatento." Luego se dirigió a Elena. "Y tú, mija, la próxima vez pregunta antes de cocinar. No a todo el mundo le gusta lo mismo."
Elena puso cara de ofendida. "Yo solo quería ser amable."
Me recargué en mi silla, comiendo lentamente mi pescado odiado, observando la pequeña discusión. La comida era asquerosa, pero ver sus caras de frustración era el mejor condimento. Era como ver una obra de teatro, y por primera vez, yo no era la protagonista trágica, sino una espectadora disfrutando del espectáculo. Esta pequeña victoria me supo a gloria.