Todos asentían, me miraban con una mezcla de admiración y lástima. El "Tío" José, el dueño de la tienda de abarrotes, me dio una palmada en la espalda que casi me saca el aire.
"Te lo mereces, ahijada. Siempre fuiste la más lista de todos".
Su aliento olía a cerveza barata.
Mi abuelo, Don Pedro, el patriarca de este pedazo de tierra olvidado por Dios, estaba sentado en la silla principal, como un rey en su trono de plástico. Me llamó con un gesto de la mano.
"Ven, Luz María", dijo, usando mi nombre completo, como siempre hacía cuando quería que todos supieran que él mandaba.
Me acerqué, sintiendo las miradas de todos sobre mí. Él sostenía un sobre abultado.
"Esto es para tus gastos, mi niña. Para que no te falte nada. Todos aquí cooperamos. Somos tu familia".
La gente aplaudió. Mi mamá se secó una lágrima. Yo tomé el sobre, sentí el peso de los billetes y la falsedad de sus palabras. Dije "gracias", pero la palabra se sintió como ceniza en mi boca. Me habían comprado una chamarra nueva, gruesa, para el frío de la capital. Me la pusieron encima como si fuera un trofeo.
La fiesta siguió hasta tarde. El tequila barato corrió como si fuera agua y, uno por uno, los héroes del barrio fueron cayendo, borrachos, rendidos en las sillas de plástico o sobre las mesas sucias. Mi papá roncaba con la cabeza apoyada en el hombro de mi mamá, que también dormía.
El Tío José babeaba sobre un plato de frijoles. Mi abuelo, Don Pedro, dormía con la boca abierta, el cigarro a punto de caérsele de los dedos.
Todo estaba en silencio, roto solo por los ronquidos y el zumbido de los mosquitos.
Era el momento.
Fui al cobertizo trasero, donde guardaban la gasolina para la camioneta vieja. Llené dos botes de plástico. Nadie se movió.
Regresé al patio. Empecé por la casa de mi abuelo. Rocíe la puerta de madera, las ventanas, las paredes de cartón prensado. Luego la tienda del Tío José. Después la casa del carnicero, la del mecánico, la de todos los "padrinos" que me habían sonreído esa noche.
La gasolina olía fuerte, un olor a limpieza, a final.
Saqué la caja de cerillos que había guardado en mi bolsa. El primer intento falló, el fósforo se rompió. El segundo encendió con un pequeño chasquido.
La flama era pequeña, casi tímida. La dejé caer sobre el charco de gasolina junto a la puerta de mi abuelo.
Hubo un silbido, y luego una explosión de luz y calor que me empujó hacia atrás. El fuego corrió como una serpiente hambrienta, devorando todo a su paso. Las llamas treparon por las paredes, naranjas y rojas, hermosas y terribles.
No me moví.
Vi cómo las ventanas de la casa de mi abuelo reventaban por el calor. Escuché un grito ahogado desde adentro. Era él. Se había despertado. Vi su silueta en la ventana, golpeando el vidrio que ya no estaba, sus manos ardiendo. Luego cayó.
Uno.
El fuego saltó a la tienda del Tío José. Los gritos se multiplicaron. Gente que se despertaba en un infierno. Corrían, tropezaban, envueltos en llamas. Eran antorchas humanas.
Yo no me moví.
Los miraba arder. Los miraba morir. Y en mi cabeza, contaba.
Dos. Tres. Cuatro.
Escuchaba sus gritos de agonía, el sonido de la madera crujiendo, el techo de lámina colapsando. Alguien logró salir arrastrándose, su ropa era un manojo de cenizas pegado a la piel. Me miró, sus ojos eran dos pozos de terror. No pedía ayuda, solo me miraba.
Yo sonreí. Y seguí contando.
Cinco. Seis.
El barrio entero era una pira funeraria. El calor era insoportable, pero no me importaba. El olor a carne quemada llenaba el aire.
Cuando llegaron las sirenas, yo seguía ahí, de pie, viendo mi obra maestra. Estaba sonriendo mientras contaba el último cuerpo que reconocí entre las llamas.
Catorce.
...
La sala de interrogatorios olía a sudor y a miedo. Las paredes estaban pintadas de un color horrible, un rojo sangre seco. Una sola lámpara colgaba del techo, iluminándome la cara sin piedad.
Un policía joven, con la cara roja de ira, golpeó la mesa de metal. El sonido retumbó en la pequeña habitación.
"¡Catorce personas, Luz! ¡Catorce! ¡Incluyendo a tu propio abuelo! ¿No sientes nada? ¿Eres un monstruo?"
Su nombre era Sánchez. Lo leí en la placa de su uniforme. Estaba lleno de una indignación justa y simple.
Lo miré. La sonrisa que tenía en el incendio todavía no se me había borrado del todo. Era una mueca pegada a mi cara.
"¿Por qué lo hiciste?", gritó de nuevo, inclinándose sobre la mesa, su saliva salpicándome la cara. "¡Toda esa gente te quería! ¡Te pagaron los estudios! ¡Te iban a dar un futuro!"
No respondí. Solo lo observé. Vi cómo su puño se apretaba, cómo su mandíbula se tensaba. Su furia era tan predecible. Tan aburrida.
Mi silencio pareció enfurecerlo más. Estaba a punto de gritar de nuevo cuando la puerta se abrió.
Entró un hombre mayor, con el cabello canoso y unos ojos cansados que parecían haberlo visto todo. Su uniforme estaba impecable. Era el Comandante Ramírez.
"Sánchez, sal a tomar un poco de aire", dijo con una voz tranquila pero firme.
"Pero Comandante, esta..."
"Sal", repitió Ramírez, sin levantar la voz. Sánchez me lanzó una última mirada de odio y salió de la habitación, cerrando la puerta con fuerza.
El Comandante se sentó frente a mí, en la silla que Sánchez había dejado. No dijo nada por un largo rato. Solo me miró. Su mirada no era de odio, sino de una profunda y agotadora curiosidad.
"Leí tu expediente, Luz", dijo finalmente. "Calificaciones perfectas. Ganadora de las olimpiadas de matemáticas del estado. Una beca completa en la mejor universidad del país. Todos tus maestros dicen que eres brillante, que eres una luz".
Hizo una pausa, y sus ojos se clavaron en los míos.
"Entonces, ¿por qué una chica como tú quemaría a todo su barrio mientras duermen? ¿Qué puede hacer que una luz brille tanto hasta quemarlo todo?"
Lo miré a los ojos. Eran oscuros, profundos. Sentí por un momento que él podría entender. Pero la sensación pasó tan rápido como llegó.
En lugar de responder, sonreí de nuevo, una sonrisa amplia y vacía. Vi cómo las pupilas del Comandante Ramírez se contraían un poco.
"No soy una luz, Comandante", dije, y mi voz sonó extraña, como si viniera de muy lejos. "Soy el incendio".