Corazón Quebrado, Alma Incendiada
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Capítulo 3

"Tomen", dije, empujando una pequeña tarjeta de plástico a través de la mesa hacia mi padre. "Es la tarjeta del banco. Les transferí todo el dinero que me dieron los 'padrinos' a lo largo de los años. También el del sobre de anoche".

Mi padre la miró como si fuera una serpiente.

"La contraseña es el cumpleaños de mi hermano, el que no tuvimos. Día, mes y año", continué, mi voz monótona y rápida. "Hay suficiente. Compren la casa que siempre quisieron, lejos de aquí. Mamá, puedes abrir esa pequeña fonda de la que siempre hablas. Tus guisados son los mejores".

Mis padres, a quienes habían traído de vuelta a mi petición, me miraban con los ojos desorbitados. Estaban sentados, encogidos, como si tuvieran miedo de mí.

"Luz, por favor, para...", suplicó mi madre, su voz era un hilo.

"No hay tiempo", la corté. "Escúchenme bien. Dejen este lugar. Olvídense de que alguna vez existió este barrio. Olvídense de mí".

Mi padre finalmente reaccionó. Se levantó de un salto, la silla cayó hacia atrás con estrépito.

"¿Qué estás diciendo? ¿Olvidarnos de ti? ¡Eres nuestra hija!", gritó, su rostro contorsionado por la angustia.

"¡Luz, no digas eso!", lloró mi madre, tratando de levantarse. "¡Vamos a sacarte de aquí! ¡Contrataremos al mejor abogado! ¡Venderemos todo!"

La miré. Pobre mamá. Todavía creía en los milagros.

"No hay abogados que puedan ayudarme", dije con una calma terrible. "Y yo no quiero que me ayuden".

Sus ojos se abrieron con horror al comprender. Mi padre me miró, su cara pálida.

"No... Luz... no te atrevas...", susurró.

Era el momento. No había más que decir.

Con toda la fuerza que pude reunir, me levanté y me lancé de cabeza contra la pared de concreto. No pensé en el dolor. Solo en el final. En el silencio.

El plan era romperme el cráneo. Terminarlo todo ahí mismo.

Pero el Comandante Ramírez fue más rápido de lo que esperaba.

"¡Cuidado!", gritó.

Sentí un brazo fuerte rodeándome la cintura, deteniendo mi impulso a centímetros de la pared. Me tiró hacia atrás con una fuerza sorprendente. Caí al suelo, y el mundo se volvió un torbellino de gritos.

"¡Luz! ¡NOOOO!", el grito de mi madre fue lo último que escuché antes de que todo se volviera negro.

...

Desperté por el olor. Un olor agudo, limpio, a desinfectante.

Una luz blanca y brillante me cegaba. Parpadeé varias veces, tratando de enfocar. Estaba en una cama. Una cama de hospital. Tenía una aguja en el dorso de la mano, conectada a una bolsa de suero que colgaba a mi lado.

Mi cabeza dolía horrores.

"Mi niña... despertaste".

La voz de mi madre. Giré la cabeza lentamente. Ella estaba sentada en una silla junto a la cama, su rostro demacrado, sus ojos rojos e hinchados. Mi padre estaba de pie detrás de ella, con la mano en su hombro, mirándome con una expresión de puro agotamiento y dolor.

Intenté sentarme, pero un dolor agudo en la cabeza me lo impidió.

"No te muevas, m'ija", dijo mi padre, su voz ronca. "Te golpeaste fuerte".

Me quedé quieta, mirando el techo blanco. Había fallado. Ni siquiera para matarme servía.

La puerta se abrió y entró el Comandante Ramírez. Detrás de él, Sánchez, quien me miró con un desprecio aún mayor que antes, si eso era posible.

Ramírez se acercó a la cama.

"¿Por qué, Luz?", preguntó, su voz baja y seria. "¿Creíste que era una salida fácil? ¿Dejar a tus padres con todo este dolor?"

No respondí. ¿Qué podía decirle? ¿Que la muerte era mil veces mejor que seguir viviendo con mis recuerdos?

"¡Es una cobarde, eso es lo que es!", estalló Sánchez desde la puerta. "¡Una malagradecida! ¡Después de todo lo que le dieron, va y los quema! ¡Y ahora intenta huir como una rata! ¡No quiere enfrentar las consecuencias!"

"¡Cállate!", gritó mi padre, girándose hacia él. "¡Tú no sabes nada!"

"¡Sánchez, fuera!", ordenó Ramírez, esta vez con una dureza que no le había escuchado antes.

Sánchez salió, murmurando maldiciones.

Ramírez se volvió hacia mí. Se inclinó un poco, su rostro cerca del mío.

"No creo que seas una cobarde, Luz", dijo en voz baja. "Creo que algo te rompieron. Algo tan profundo que creíste que el fuego podía purificarlo. Y cuando no funcionó, quisiste quemarte a ti misma".

Lo miré sin expresión.

"Hablamos con el doctor de la clínica del pueblo de al lado", continuó, y cada palabra caía lentamente, con un peso tremendo. "El doctor que te atendió tantas veces. Nos habló de los sedantes. De los 'tratamientos especiales'".

Mi corazón se detuvo. El aire se atoró en mis pulmones.

"Nos dijo que tu abuelo lo obligaba", continuó Ramírez, sus ojos fijos en los míos, buscando una reacción. "Que el Tío José y los otros llevaban... clientes".

La palabra "clientes" resonó en mi cabeza. El olor a alcohol, a sudor rancio, las manos sucias, los gruñidos. Las caras. Todas las caras.

"Nos habló de las drogas que te daban para que no... lucharas".

Mi calma se hizo añicos. La presa que había contenido mi rabia durante años se reventó.

Con un grito que no sonó humano, me levanté de la cama, arrancándome la aguja del suero. La sangre brotó de mi mano.

Salté sobre el Comandante Ramírez, agarrándolo por el cuello de la camisa. Mis uñas se clavaron en la tela.

"¿LUCHAR?", grité, mi cara a centímetros de la suya. "¡¿LUCHAR?! ¡NO SABEN NADA! ¡NADA!"

Mis padres gritaron mi nombre, aterrorizados.

"¡TODOS ELLOS! ¡TODOS! ¡MERECÍAN MORIR DE LA PEOR FORMA POSIBLE!", mi voz era un rugido gutural, lleno de un odio que había estado fermentando en la oscuridad por demasiado tiempo.

"¡TODOS! ¡DEBÍAN! ¡ARDER!"

Lo sacudí con una fuerza que no sabía que tenía, mi cuerpo temblando de pies a cabeza.

"¡TODOS! ¡DEBÍAN! ¡MORIR!"

            
            

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