Corazón Quebrado, Alma Incendiada
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Capítulo 4

La memoria es un lugar extraño. A veces es borrosa, otras veces es tan clara que duele. El día que mis padres me dejaron con mi abuelo Don Pedro es una de esas memorias claras.

Yo tenía doce años. Mis padres habían conseguido trabajo en una maquiladora en la ciudad, a horas de distancia. No podían llevarme.

"Será solo por un tiempo, mi Luz", me dijo mi mamá, con los ojos rojos. Me apretaba la mano tan fuerte que sus dedos estaban blancos. "Tu abuelo te cuidará bien. Aquí estarás segura".

Mi papá me revolvió el cabello. "Pórtate bien, m'ija. Te mandaremos dinero cada semana".

Me quedé en la puerta de la casa de adobe de mi abuelo, viéndolos alejarse en el viejo autobús que levantaba una nube de polvo.

Al principio, todo fue como me lo prometieron. Mi abuelo me sonreía, me daba dinero para dulces. El Tío José, mi padrino, me pellizcaba la mejilla y me decía que cada día estaba más bonita. Las vecinas me trenzaban el cabello. Comía huevos recién puestos por la mañana y mi abuelo me contaba historias de cuando era joven.

Me sentía querida. Me sentía segura.

Qué estúpida fui.

El primer día del resto de mi vida ocurrió un martes. Lo recuerdo porque mi abuelo había ido al pueblo vecino a "arreglar unos asuntos". Me quedé sola.

Estaba barriendo el patio cuando la sombra del Tío José cayó sobre mí.

"Hola, ahijada", dijo con una sonrisa que no le llegó a los ojos. Olía a tequila.

"Buenas tardes, padrino", respondí, sin dejar de barrer.

"Deja eso. Ven, quiero mostrarte algo".

Me tomó del brazo. Su mano era sudorosa. Me llevó a la parte de atrás de su tienda, al almacén oscuro que olía a humedad y a ratones muertos.

Cerró la puerta.

El miedo fue una cosa fría que me recorrió la espalda.

"Padrino, tengo que terminar de barrer. Mi abuelo se va a enojar".

"Tu abuelo sabe que estás aquí", dijo, y su sonrisa se hizo más grande, más fea. "Él me dio permiso".

Se acercó. Intenté retroceder, pero choqué contra unos sacos de harina.

"No te asustes, chiquita. Solo vamos a jugar un rato".

Lo que pasó después no fue un juego. Fue un dolor agudo, desgarrador. Fue su peso sobre mí, su aliento apestoso en mi cara, sus manos por todas partes. Grité, pero él me tapó la boca con su mano sucia.

"Shhh, calladita te ves más bonita", susurró en mi oído.

Cuando terminó, se levantó, ajustándose el cinturón. Me tiró un billete de doscientos pesos a la cara.

"Para tus chicles", dijo, y se rio.

Me quedé en el suelo, temblando, rota. No podía moverme.

La puerta se abrió y entró la luz. Era mi abuelo. Por un segundo, sentí un torrente de alivio. Él me salvaría. Él mataría a este monstruo.

"¿Ya acabaste, José?", preguntó mi abuelo, con la voz tranquila.

"Simón, Pedro. La niña es fuerte", respondió el Tío José, dándole una palmada en el hombro a mi abuelo. "Aquí está tu parte".

Vi cómo el Tío José le daba a mi abuelo un fajo de billetes. Mi abuelo los contó, los guardó en su bolsillo y luego me miró. A mí. Tirada en el suelo sucio, con la ropa rota y las lágrimas secas en la cara.

No había amor en sus ojos. No había piedad. Solo negocios.

"Levántate, Luz María", dijo con voz dura. "Y límpiate esa cara. Pareces una cualquiera".

Mi mundo se vino abajo. El hombre que debía protegerme... me había vendido.

Esa noche, cuando todos dormían, intenté usar el viejo teléfono de disco para llamar a mis padres. Marqué el número de la maquiladora que mi mamá me había hecho memorizar.

No había tono.

Abrí la cajita del teléfono. El cable que iba a la pared estaba cortado.

Al día siguiente, mi abuelo me encontró revisando el cable. No dijo nada. Solo me tomó del cabello y me arrastró hacia la puerta.

"Si vuelves a intentar algo así", dijo, su voz un silbido bajo y peligroso mientras me apretaba la mandíbula con sus dedos callosos, "o si se te ocurre abrir la boca... te voy a encerrar en el sótano de la vieja hacienda. Nadie te va a encontrar nunca. ¿Entendiste?"

La ceniza de su cigarro cayó sobre mi mejilla. Quemaba.

Asentí, temblando.

"Además", añadió, sacando una pequeña cámara digital de su bolsillo. "Tu padrino José es aficionado a la fotografía. Sería una lástima que tus papitos vieran lo... 'amigable' que eres con los hombres del pueblo".

Me soltó. Caí al suelo.

Luego se agachó, y su voz se volvió suave, casi cariñosa, lo que la hacía aún más terrible.

"Tú eres una buena niña, Luz. Una niña inteligente. Sabes que esto es lo mejor para todos. Tus papás necesitan el dinero. Y tú... a ti te gusta ayudar a tu familia, ¿verdad?"

No pude responder. Solo podía temblar.

"¿Verdad?", repitió, su cara a centímetros de la mía.

Asentí mecánicamente.

Él sonrió, satisfecho. Se levantó y se fue, dejándome sola en el suelo, con el olor de su cigarro barato llenando el aire. La pequeña brasa de su cigarro seguía ardiendo en el piso de tierra, un punto rojo y brillante en la oscuridad de mi nueva vida.

                         

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