Corazón Quebrado, Alma Incendiada
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Capítulo 2

"Quiero ver a mis papás", dije.

Mi voz sonó seca en el silencio de la sala. Como si no la hubiera usado en años.

El Comandante Ramírez me miró, sorprendido. Parpadeó lentamente, procesando mi petición. El Oficial Sánchez, que había vuelto a entrar y estaba de pie junto a la pared, soltó un bufido de desprecio.

"¿Ahora quieres ver a tus papás? Después de dejarlos sin nada".

Ramírez levantó una mano para silenciarlo, sin apartar los ojos de mí.

"¿Por qué quieres verlos, Luz?", preguntó con calma.

No respondí. Solo mantuve la mirada. El deseo de verlos era una necesidad física, un ancla en medio de la locura. No era por arrepentimiento. Era para cerrar un ciclo.

Hubo un largo silencio. Ramírez parecía estar sopesando los riesgos, las reglas, mi extraña petición. Finalmente, asintió levemente.

"Está bien", dijo. "Traigan a los señores".

Sánchez salió de la habitación de mala gana.

Esperamos. El único sonido era el zumbido de la lámpara del techo. Podía sentir la mirada de Ramírez sobre mí, analizando cada parpadeo, cada pequeño movimiento. No me moví. Me quedé quieta, como una estatua.

La puerta se abrió de golpe.

Mi mamá entró primero, tropezando, como si sus piernas no pudieran sostenerla. Sus ojos estaban hinchados y rojos de tanto llorar. Llevaba la misma ropa de la fiesta. Tenía una mancha de ceniza en la mejilla.

"¡Luz! ¡Mi niña!", gritó con una voz rota.

Corrió hacia mí, pero la mesa de metal nos separaba. Apoyó las manos en la superficie fría, su cuerpo temblando.

"Dime que no es verdad, mi vida. Por favor, dime que todo es un error. Tú no harías algo así. Tú no eres así".

Mi papá entró detrás de ella, sostenido por el Oficial Sánchez. Parecía haber envejecido diez años en una noche. Su cara estaba gris, sus hombros caídos. Me miró, y en sus ojos no había ira, solo una confusión inmensa y dolorosa.

Mi mamá empezó a llorar de nuevo, un llanto desgarrador que llenaba la pequeña habitación.

"¡Mi hija es buena! ¡Ella es la mejor! ¡Todo el mundo la quiere! ¡El Tío José, Don Pedro... ellos le dieron todo! ¡Le compraron su chamarra para el frío!", sollozaba, sin entender nada.

Mi papá se soltó de Sánchez y golpeó la pared con el puño.

"¡Maldita sea!", gritó, su voz ahogada por el dolor. "¿Por qué, Luz? ¿Por qué? Después de todo lo que hicieron por ti. Tu abuelo... tu abuelo te adoraba".

"Él te consiguió esa beca", añadió mi mamá, aferrándose a cualquier cosa que tuviera sentido para ella. "Él movió sus influencias para que te fueras a la capital".

Los miré. A mi pobre mamá, a mi pobre papá. Tan ciegos. Tan inocentes. Sentí una punzada de algo parecido a la pena, pero se disolvió rápidamente en el océano de mi rabia fría.

Respiré hondo.

"Sí, fui yo", dije en voz baja, pero mis palabras cayeron como piedras en el silencio que siguió a sus gritos.

Mi mamá dejó de llorar. Me miró fijamente, sin comprender.

Mi papá se giró lentamente, sus ojos buscando los míos.

"¿Qué?", susurró.

"Yo prendí el fuego", repetí, un poco más alto. "Yo los maté a todos".

Mi mamá negó con la cabeza, una y otra vez.

"No... no... ¿por qué...?"

La miré directamente a los ojos. Y le di la única verdad que me quedaba.

"Porque se lo merecían".

El cuerpo de mi mamá se sacudió como si la hubieran golpeado. Dio un paso atrás, llevándose una mano a la boca para ahogar un gemido.

Mi papá se quedó paralizado. Su cara perdió todo el color. La confusión en sus ojos fue reemplazada por un horror puro. Tambaleó hacia atrás, chocando contra la pared.

"¿Merecerlo?", repitió, su voz apenas un susurro. "¿Tu abuelo? ¿El Tío José? ¿La gente que te vio crecer?"

En ese momento, una sonrisa se dibujó en mi cara. No pude evitarlo. Era una sonrisa torcida, espantosa. La expresión de sus caras al escuchar mi confesión, al ver mi sonrisa, era casi tan satisfactoria como verlos arder.

"Sí", dije, y mi voz sonó alegre, casi musical. "Todos y cada uno de ellos".

Mi papá me miró como si estuviera viendo a un demonio. El amor en sus ojos se hizo añicos, reemplazado por el miedo.

Mi mamá finalmente se derrumbó, cayendo de rodillas, su cuerpo sacudido por sollozos que ya no tenían sonido.

Me puse de pie, el sonido de las cadenas de mis esposas resonando en la habitación.

"Papá, mamá", dije, y mi voz volvió a ser extrañamente tranquila. "Cuídense mucho. Ya no se maten trabajando. Ahora tienen dinero".

Miré el cabello de mi papá. Vi mechones blancos que no estaban ahí ayer.

"Y papá", añadí. "Deja de fumar tanto. Te hace daño".

Mi papá me miró, con los ojos llenos de lágrimas y terror.

"Luz...", susurró, extendiendo una mano temblorosa hacia mí, como si quisiera tocarme, como si quisiera asegurarse de que era real.

"No me toques", dije, retrocediendo un paso. Mi voz fue un latigazo.

Él retiró la mano como si se hubiera quemado.

El Comandante Ramírez, que había estado observando todo en silencio, se aclaró la garganta.

"Creo que es suficiente", dijo suavemente.

Sánchez ayudó a mi papá a levantar a mi mamá del suelo. Ella no podía caminar. La sacaron de la habitación, sus lamentos resonando por el pasillo.

Me quedé sola de nuevo con el Comandante.

"Lo que acabas de hacer...", comenzó, pero no terminó la frase.

Yo lo miré. La sonrisa había desaparecido. Mi cara estaba vacía de nuevo.

"Ahora ya lo saben", dije. "Es mejor así".

            
            

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