Su mural era enorme, cubría toda la pared de un edificio de tres pisos. No eran flores ni paisajes bonitos. Eran rostros. Rostros de jóvenes desaparecidos, de mujeres asesinadas, de gente olvidada por el sistema. Sus ojos, pintados con un realismo brutal, parecían mirar directamente a la calle, exigiendo justicia.
Su abuela, Doña Elvira, estaba sentada en una silla de plástico en la entrada de su pequeña casa, justo al otro lado de la calle. No decía nada. Solo miraba. Sus ojos, pequeños y afilados como obsidiana, no se perdían ni un solo movimiento de su nieta.
Doña Elvira era una leyenda en el barrio. Una mujer que había sobrevivido a todo y a todos. Se decía que conocía los secretos de cada familia, que los políticos la buscaban en tiempos de elecciones y que los criminales le pedían consejo. Su poder no estaba en el dinero ni en las armas, sino en una red de favores y miedos que había tejido durante décadas.
Ella era la única familia que Sofía tenía, la muralla que la separaba de los peligros que acechaban en cada esquina.
Sofía bajó del andamio para admirar su trabajo. La cara de una madre buscando a su hijo la miraba con una tristeza infinita. Había capturado su dolor.
"Te va a quedar bien, mija," dijo una voz rasposa a su espalda.
Eran "El Cacas" y sus dos amigos, los parásitos del barrio. Siempre buscando a quién molestar.
"¿Qué quieres, Cacas?" respondió Sofía sin voltearse, limpiando una boquilla de aerosol con un trapo.
"Nomás admirando el arte," dijo con una sonrisa burlona. "Aunque como que le falta color, ¿no? Algo más alegre. Unas chichis o algo."
Sus amigos se rieron.
Sofía se giró lentamente. Los miró de arriba abajo, con una calma que los puso nerviosos.
"Esta pared tiene más memoria que tú y tus dos neuronas," dijo Sofía, su voz plana. "Y cuenta historias más importantes que las pendejadas que se te ocurren. Así que lárguense antes de que se conviertan en un mal recuerdo."
El Cacas se puso rojo. Dio un paso adelante.
"¿A quién le dices pendejo, pinche artistilla de cagada?"
"Al que le quede el saco," respondió Sofía, sin retroceder ni un centímetro.
En ese momento, la puerta de la casa de Doña Elvira rechinó al abrirse un poco más. Nadie salió, pero todos sintieron la mirada desde la oscuridad del interior. Fue suficiente.
El Cacas tragó saliva. Miró a la puerta, luego a Sofía.
"Hoy estás de suerte," masculló. "Vámonos, güeyes."
Se fueron, tropezando con sus propios pies.
Sofía soltó el aire que no sabía que estaba conteniendo y volvió a su mural. Sabía que eso no se quedaría así. El Cacas era un idiota, pero un idiota con orgullo.
Esa noche, mientras cenaba unos tacos de suadero con su abuela, no hablaron del incidente. Hablaron del clima, del precio del aguacate, de cualquier cosa. Pero cuando Sofía se fue a dormir, escuchó a su abuela hacer una llamada.
Su voz era baja, casi un susurro, pero las palabras eran duras como piedras.
"Te encargo a un muchacho, se apoda 'El Cacas' . Anda molestando. Dale un susto, que aprenda a respetar."
Hubo una pausa.
"No, nada más un susto. Pero uno bueno. Que no se le olvide."
A la mañana siguiente, el barrio amaneció con un rumor. Al Cacas y a sus amigos los habían levantado en una camioneta sin placas. Nadie vio nada, pero todos sabían. Horas después, los encontraron en los límites de la ciudad, golpeados, sin zapatos y con la cabeza rapada.
Nunca volvieron a acercarse a menos de tres cuadras del mural de Sofía.
Sofía sintió un escalofrío. El poder de su abuela era real, silencioso y terriblemente efectivo. Era su protección, pero también su jaula.
Los días siguientes fueron tranquilos. Sofía casi terminó el mural. La gente del barrio pasaba y le dejaba una botella de agua, una fruta, una palabra de aliento. Su arte era la voz de todos ellos.
Entonces, una tarde, todo cambió.
El ruido familiar de la calle se cortó de repente. Un silencio pesado, antinatural, cayó sobre Tepito. Sofía, en lo alto del andamio, sintió el cambio en el aire.
Bajó la mirada.
Tres camionetas negras, Suburban del año con vidrios polarizados, habían bloqueado la calle. Hombres con ropa de marca y armas largas que no intentaban ocultar bajaron de ellas, moviéndose con una eficiencia profesional que helaba la sangre.
La gente desapareció. Las puertas se cerraron, las cortinas se corrieron. El barrio entero contuvo la respiración.
De la camioneta del medio bajó un hombre. Era alto, vestía un traje caro sin corbata y tenía una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Sus botas de piel de cocodrilo resonaron en el pavimento silencioso. Irradiaba un aura de poder absoluto y crueldad casual.
Era él. "El Patrón" .
El hombre cuyo nombre solo se susurraba. El dueño de la ciudad, el señor de la vida y la muerte.
Ignoró a los hombres armados, ignoró el barrio entero. Sus ojos se clavaron en el mural. Caminó lentamente hacia él, como si estuviera en una galería de arte. Inclinó la cabeza, estudiando los rostros pintados.
Luego, levantó la vista y sus ojos encontraron a Sofía, paralizada en el andamio.
Su sonrisa se amplió.
"Así que tú eres la artista," su voz resonó en el silencio. No era una pregunta.
El miedo, un miedo frío y paralizante que nunca antes había sentido, se apoderó de Sofía. Sus manos temblaban, la lata de aerosol se sentía como un bloque de hielo.
"Baja de ahí," ordenó El Patrón.
La voz de su abuela sonó desde la puerta de su casa, fuerte y clara.
"Ella no va a ningún lado contigo, Aureliano."
El Patrón se giró para mirar a Doña Elvira. La sonrisa desapareció de su rostro.
"Doña Elvira," dijo con un respeto fingido. "Qué sorpresa. Pensé que ya estaba retirada de los negocios."
"De los tuyos, siempre," respondió la anciana, saliendo a la luz. Sostenía una escoba, pero en sus manos parecía un arma. "La niña se queda. No es parte de tu mundo."
El Patrón se rió, un sonido seco y sin alegría.
"Creo que ahí te equivocas, Doña. Con ese talento, ella es exactamente lo que mi mundo necesita. Me la llevo."
Dos de sus hombres comenzaron a caminar hacia el andamio.
Fue entonces cuando Sofía reaccionó. El instinto de supervivencia gritó más fuerte que el miedo. Dejó caer la lata y saltó del andamio, cayendo al suelo con un golpe que le sacó el aire. No se detuvo. Empezó a correr.
Corrió hacia el laberinto de callejones que conocía como la palma de su mano. Escuchaba los gritos y los pasos pesados de los sicarios detrás de ella.
"¡No le disparen, la quiero viva!" gritó la voz de El Patrón a lo lejos.
Sofía dobló una esquina, luego otra, tirando un puesto de verduras para bloquear el camino. Su corazón latía tan fuerte que sentía que se le saldría del pecho. El aire le quemaba los pulmones.
Conocía un pasadizo, una rendija estrecha entre dos edificios que llevaba a otro patio. Era su única oportunidad.
Se deslizó por la abertura justo cuando uno de los hombres la alcanzaba. Sintió un tirón en su camisa, la tela se rasgó. Pero logró liberarse. Salió al otro lado y siguió corriendo.
Estaba a punto de llegar a la avenida, a la multitud, a la salvación.
Pero otro hombre la estaba esperando.
Salió de la sombra de una puerta, moviéndose con una velocidad y una gracia que no encajaban con su complexión. Antes de que Sofía pudiera gritar o cambiar de dirección, él ya la tenía.
Un brazo de hierro rodeó su cintura, levantándola del suelo. La otra mano le tapó la boca con una fuerza brutal.
Luchó con todas sus fuerzas, pateando, mordiendo, pero era inútil. El hombre era una roca.
La arrastró de vuelta al callejón, hacia la oscuridad.
Cuando sus ojos se encontraron, Sofía vio algo inesperado. El hombre era joven, no mucho mayor que ella. Tenía una cicatriz que le cruzaba una ceja y sus ojos eran oscuros, llenos de un tormento que no pudo ocultar. No había crueldad en su mirada, solo una especie de resignación cansada.
"No grites," susurró, su voz apenas audible sobre la propia respiración agitada de Sofía. "No hagas esto más difícil. Si te resistes, será peor para ti."
Era una amenaza, pero sonaba casi como una advertencia, como un consejo.
Era el Joven Sicario.
La arrastró de vuelta a la calle principal, donde El Patrón la esperaba junto a la puerta abierta de la Suburban. Doña Elvira estaba de pie, inmóvil, rodeada por dos sicarios. Su rostro era una máscara de furia impotente.
Sus miradas se cruzaron. En los ojos de su abuela, Sofía vio una promesa. No de rescate. Sino de venganza.
El Patrón le acarició la mejilla. Su tacto era repulsivo.
"Te dije que vendrías conmigo, florecita," sonrió. "Vas a pintar para mí ahora."
El Joven Sicario la empujó dentro de la camioneta. La puerta se cerró con un sonido pesado y definitivo.
Mientras la Suburban aceleraba, llevándola lejos de su barrio, de su arte, de su única familia, Sofía miró por la ventana polarizada. Lo último que vio fue el rostro de su abuela, una promesa de fuego y sangre en medio del barrio que la había visto nacer y que ahora la veía ser secuestrada.
No lloró. El miedo se había transformado en algo más duro, más frío. Odio.
Y en la oscuridad de la camioneta, sintió la mirada del Joven Sicario sobre ella. No era la mirada de un captor a su prisionera. Era algo más. Algo que no pudo descifrar.
Su nueva vida, o su nueva prisión, acababa de empezar.