"Resulta que mi hacienda tiene más ojos de los que pensaba," dijo, sin levantar la vista. "Brenda, a pesar de ser una pendeja, era una pendeja paranoica. Puso cámaras ocultas en sus habitaciones. Y grabó todo."
El corazón de Sofía dio un vuelco. Un vuelco violento que le robó el aliento.
El Patrón levantó una de las fotos. Era una imagen granulada, pero clara. Mostraba a Sofía hablando con Lucía en la cocina, con una expresión de conspiración en el rostro.
Levantó otra. Sofía hablando con Mateo en el campo de tiro.
Y la peor de todas. Sofía, de espaldas a la cámara, con esa pequeña sonrisa de triunfo en los labios después de haber manipulado a Mateo.
"Curioso, ¿no?" dijo El Patrón, su voz peligrosamente suave. "Parece que la pobre sirvienta no fue tan espontánea como parecía. Parece que alguien estuvo moviendo los hilos."
El silencio en el despacho era absoluto. Sofía sentía el sudor frío recorrer su espalda. Estaba atrapada. No había mentira que pudiera salvarla.
"Llamen a Mateo y a la chica," ordenó El Patrón a un guardia por el intercomunicador.
Sofía sabía que estaba acabada. La torturaría. La mataría. Y lo haría lentamente. Su mente corrió a mil por hora, buscando una salida, una escapatoria, pero no había ninguna.
A menos que...
A menos que creara una nueva verdad. Una verdad más grande, más impactante, más dolorosa. Una verdad que nadie pudiera cuestionar.
Mateo y Lucía entraron al despacho, flanqueados por guardias. Lucía temblaba, pálida de terror. Mateo mantenía su rostro inexpresivo, pero Sofía vio una tensión en su mandíbula.
El Patrón les tiró las fotos sobre el escritorio.
"Explíquenme esto."
Mateo miró las fotos y luego a Sofía. Por primera vez, Sofía vio una grieta en su máscara de indiferencia. Decepción. Dolor.
Lucía empezó a llorar.
"Yo... yo no sé..."
Fue en ese momento que Sofía actuó.
Con un movimiento rápido y decidido, se arrodilló frente a El Patrón.
"Fui yo," dijo, su voz alta y clara, resonando en la habitación. "Yo lo planeé todo."
El Patrón la miró, una ceja arqueada. Disfrutando del momento.
"¿Ah, sí? ¿Y por qué una artista tan inteligente haría algo tan estúpido?"
"Porque estaba celosa," dijo Sofía. Las palabras le quemaban la garganta, pero no se detuvo. "Estaba celosa de Brenda. De cómo la miraba. De cómo la tocaba. Quería que fuera yo."
El Patrón se echó a reír. Una risa genuina y cruel.
"¿Celosa? ¿Tú? No te creo."
"¿No?" dijo Sofía, levantando la vista. Sus ojos brillaban con una intensidad febril. "¿Quiere una prueba?"
Antes de que nadie pudiera reaccionar, agarró un abrecartas de plata maciza que estaba sobre el escritorio. Era pesado y tenía una punta afilada.
Sin dudarlo un segundo, se lo clavó en el muslo.
El dolor fue una explosión blanca y cegadora. Un grito ahogado escapó de sus labios. La sangre brotó al instante, empapando su pantalón, formando un charco oscuro en el suelo de mármol.
Mateo dio un paso adelante, un grito ahogado en su garganta. "¡Sofía!"
Lucía soltó un chillido de horror.
El Patrón se quedó paralizado, la sonrisa congelada en su rostro. La violencia autoinfligida de Sofía fue tan repentina, tan extrema, que lo descolocó por completo.
"¿Es suficiente prueba de mis sentimientos por usted?" dijo Sofía, con la voz temblorosa por el dolor, pero con los ojos fijos en los de él. "Haría cualquier cosa por estar a su lado. Cualquier cosa para deshacerme de las que se interponen. Brenda era solo la primera."
La narrativa había cambiado.
Ya no era una conspiradora fría y calculadora. Era una amante loca, obsesionada, peligrosa. Una mujer capaz de cualquier cosa por amor. Era una historia que el ego de El Patrón no podía resistir.
Miró la herida sangrante, el abrecartas todavía clavado en su pierna. Miró la determinación febril en sus ojos.
Y se lo creyó.
"Sáquenlos a ellos dos," ordenó, señalando a Mateo y Lucía. Su voz sonaba extraña, casi temblorosa.
Los guardias los sacaron a rastras. Mateo se resistió por un momento, sus ojos clavados en Sofía, llenos de una mezcla de horror y confusión.
Cuando estuvieron solos, El Patrón se levantó y rodeó el escritorio. Se agachó frente a Sofía.
"Estás completamente loca," susurró, su voz una mezcla de asombro y fascinación.
"Loca por usted," respondió Sofía, el sudor del dolor perlado en su frente.
Él sacó el abrecartas de su pierna con un tirón brusco. Sofía se mordió el labio para no gritar.
"Llamen al doctor," gritó El Patrón hacia la puerta. "¡Ahora!"
Se quitó el saco y lo presionó contra la herida para detener la hemorragia.
"Nadie había hecho algo así por mí," dijo, casi para sí mismo.
En ese momento, Sofía supo que había ganado. A un costo terrible, pero había ganado.
El castigo para Brenda fue brutal. El Patrón, ahora convencido de que ella lo había estado manipulando y provocando a su nueva "obsesión" , no tuvo piedad. No la mató. Hizo algo peor. Le quitó todo: su dinero, sus joyas, su estatus. La echó de la hacienda con lo puesto y se aseguró de que nadie en la ciudad volviera a darle trabajo. La condenó a una vida de miseria, un destino peor que la muerte para alguien como ella.
Lucía fue simplemente despedida, enviada de vuelta a su pueblo con una advertencia de no volver jamás. Fue un acto de extraña piedad, quizás porque su "confesión" había alimentado la nueva narrativa de El Patrón.
Y Sofía... Sofía fue recompensada.
Cuando se recuperó de su herida, que le dejó una cicatriz larga y fea que le recordaría su sacrificio para siempre, su vida en la hacienda cambió drásticamente.
Ya no era la prisionera ni la artista. Se convirtió en la mujer de El Patrón. No su amante. Su mujer.
Durmió en su habitación. Comió a su lado. Se sentó a su derecha en cada reunión. Su palabra, de repente, tenía peso. El respeto que los hombres de El Patrón le mostraban ya no era forzado. Era real, nacido del miedo y del asombro por lo que había sido capaz de hacer.
Había obtenido poder. Un poder real y tangible.
Pero en las noches, mientras El Patrón dormía a su lado, Sofía se quedaba despierta, mirando el techo, con la mano sobre la cicatriz de su pierna.
El poder era una droga, pero también un veneno. La había obligado a convertirse en un monstruo para sobrevivir en una jungla de monstruos. Se había cortado un pedazo de sí misma, no solo de su piel, sino de su alma.
¿Valió la pena el precio?
Sabía que este poder, basado en la obsesión de un hombre inestable, era frágil. Tan frágil como el cristal. Podía romperse en cualquier momento. Necesitaba algo más. Algo más estable. Un ancla.
Y mientras sentía el poder que ahora ostentaba, un nuevo pensamiento, frío y calculador, comenzó a crecer en la oscuridad de su mente. Un heredero. Un hijo de El Patrón. Eso sería un ancla de acero. Un poder que nadie podría quitarle.
Pero había otro problema. Una espina en su costado.
Mateo.
Desde el incidente en el despacho, él la evitaba. Su mirada ya no era confusa. Era una mirada de sospecha. De cautela. Él no se había creído su actuación. Vio la verdad detrás de la locura, la fría lógica detrás del acto desesperado.
Él sabía.
Y mientras Sofía consolidaba su nuevo poder, comenzó a preguntarse sobre el silencioso sicario. ¿Quién era realmente? ¿Cuál era su verdadera lealtad? Su presencia constante a su lado, una sombra ordenada por El Patrón, se sentía menos como protección y más como vigilancia.
Empezó a dudar de él. A dudar de la única persona en ese infierno que le había mostrado una pizca de humanidad.
La lucha por la supervivencia había terminado. La lucha por el poder absoluto acababa de comenzar. Y Sofía sospechaba que su oponente más peligroso no era El Patrón, sino el hombre que caminaba silenciosamente a su lado.