Los primeros días fueron un infierno silencioso. La encerraron en una habitación lujosa pero sin ventanas al exterior. Le daban comida cara que no podía tragar y ropa de diseñador que se sentía como un disfraz. Nadie le hablaba, excepto para darle órdenes.
El Patrón no la tocó. Simplemente la observaba. A veces, entraba en su habitación y se sentaba en un sillón, mirándola durante horas sin decir una palabra, como si fuera un trofeo recién adquirido. Su mirada la desnudaba, la poseía, y Sofía aprendió a construir un muro dentro de su mente, un lugar donde él no podía entrar.
Pero Sofía no era una víctima pasiva. Observaba todo. Los horarios de los guardias, las rutas de patrullaje, las dinámicas de poder entre la gente de El Patrón. Y sobre todo, observaba al Joven Sicario.
Se llamaba Mateo, aunque todos le decían "El Silencio" porque casi nunca hablaba. Era la mano derecha de El Patrón, su ejecutor más letal y, paradójicamente, el encargado de vigilar a Sofía.
Un día, El Patrón finalmente le dio su primera "tarea" .
"Quiero que pintes mi despacho," le dijo, llevándola a una oficina enorme con un escritorio de caoba del tamaño de un coche. "Quiero algo que demuestre mi poder. Leones, águilas, lo que sea. Sorpréndeme."
Le dieron todo lo que pidió: lienzos, pinturas, aerosoles.
Sofía miró las paredes blancas y vio su oportunidad. No pintó leones ni águilas. Pintó una selva. Una selva oscura, densa, llena de depredadores ocultos en las sombras. Ojos brillantes que acechaban, serpientes enroscadas en las ramas. A primera vista era una obra de arte impresionante, llena de vida. Pero si mirabas de cerca, sentías la amenaza, la violencia contenida, la lucha constante por la supervivencia.
Era una metáfora de ese lugar. Y era hermosa.
Cuando El Patrón la vio, se quedó sin palabras. Caminó por el despacho, tocando las paredes, fascinado.
"Cabrón," murmuró. "Esto... esto es más que poder. Es la verdad."
Se giró hacia Sofía, y por primera vez, la miró con algo que parecía admiración.
"Tienes un don, niña. Un don de verdad."
A partir de ese día, su estatus cambió. Ya no era solo la prisionera, el capricho. Era "la artista de El Patrón" . Le dieron más libertad para moverse por la hacienda, siempre bajo la mirada de Mateo.
Esto la puso en contacto con el resto de los habitantes de la jaula dorada. Estaba la amante oficial de El Patrón, una ex reina de belleza llamada Brenda, que la odiaba con cada fibra de su ser operado. Y estaban los lugartenientes, hombres violentos y ambiciosos que veían a Sofía como una nueva amenaza a su posición.
El primer roce ocurrió en el comedor. Sofía estaba sentada sola, comiendo. Brenda entró con dos de sus "amigas" .
"Mira nomás, la pintorcilla ya se cree la dueña," dijo Brenda en voz alta, asegurándose de que todos la escucharan. "Seguro le hizo un trabajito extra al Patrón para que la trate tan bien."
Sofía la ignoró. Siguió comiendo.
Brenda se acercó a su mesa.
"¿Qué, ahora eres sorda? Te estoy hablando, gata."
Sofía levantó la vista lentamente. Dejó los cubiertos sobre el plato.
"¿Sabes cuál es la diferencia entre tu trabajo y el mío, Brenda?" preguntó Sofía, su voz tranquila. "Que mi trabajo va a seguir en esas paredes mucho después de que a ti te cambien por un modelo más nuevo. Y créeme, no falta mucho."
La cara de Brenda se desfiguró por la ira. Le lanzó una copa de vino.
El líquido rojo manchó la blusa blanca de Sofía.
Sofía no se inmutó. No gritó. No se movió. Simplemente se quedó sentada, con la mancha roja extendiéndose sobre su pecho como una herida.
Mateo, que estaba parado en una esquina, dio un paso al frente. Pero Sofía levantó una mano, una señal sutil para que se detuviera.
Se levantó de la silla con una calma aterradora. Miró a Brenda a los ojos.
"Gracias," dijo Sofía. "Necesitaba un poco de rojo para mi próximo mural."
Se dio la vuelta y salió del comedor, dejando a Brenda temblando de rabia y a todos los demás en un silencio atónito.
Sabía exactamente lo que estaba haciendo. No estaba peleando con Brenda. Estaba mandando un mensaje a El Patrón.
Esa noche, El Patrón la mandó llamar a su despacho. El mural de la selva parecía más oscuro, más amenazante que nunca.
"Me contaron lo que pasó en el comedor," dijo, sin mirarla. Estaba de espaldas, sirviéndose un whisky.
"¿Y?" preguntó Sofía.
"Brenda es una idiota. Pero es mi idiota. Nadie la humilla."
"Ella me tiró el vino," dijo Sofía. "Yo solo le dije la verdad."
El Patrón se giró. Sus ojos eran fríos.
"En esta casa, la verdad es lo que yo digo que es. Y tú, por muy artista que seas, sigues siendo mía. Te di libertad, no poder. No lo confundas."
Se acercó a ella, invadiendo su espacio personal. Podía oler el alcohol en su aliento.
"Quiero que te disculpes con ella."
Sofía sintió una oleada de desafío. Pero la reprimió. Sabía que una confrontación directa era un suicidio. Tenía que jugar a largo plazo.
Miró al suelo, fingiendo sumisión.
"Lo siento," murmuró. "No volverá a pasar."
La respuesta pareció satisfacerlo.
"Bien," dijo, retrocediendo. "Ahora lárgate. Y ponte algo bonito. Mañana tengo invitados importantes y quiero que estés ahí."
Sofía salió del despacho. Su corazón latía con furia. Pero su mente estaba fría, calculadora. Había mostrado su debilidad a propósito. Había dejado que él creyera que la había doblegado.
Afuera, en el pasillo, Mateo la esperaba. Su rostro, como siempre, era inexpresivo.
"El Patrón a veces... se excede," dijo en voz baja. Era lo más cercano a una disculpa que le había escuchado decir.
"No me importa," respondió Sofía. "Solo hago mi trabajo."
Pero mientras caminaba de regreso a su habitación, una idea comenzó a formarse en su mente. Una idea peligrosa y retorcida.
Necesitaba un aliado. Un aliado leal. Y sabía exactamente cómo conseguirlo.
Al día siguiente, encontró a una de las sirvientas más jóvenes, una chica llamada Lucía, llorando en la cocina. Tenía una marca roja en la mejilla.
"¿Qué te pasó?" preguntó Sofía suavemente.
"Fue la señora Brenda," sollozó la chica. "Dijo que no limpié bien su baño."
Sofía sintió una punzada de ira, pero su rostro no mostró nada. Puso una mano en el hombro de Lucía.
"No te preocupes," le dijo. "Yo me encargo."
Esa tarde, Sofía buscó a Mateo. Lo encontró en el campo de tiro, disparando a siluetas de papel con una precisión aterradora.
Esperó a que terminara de vaciar un cargador.
"Necesito un favor," dijo ella.
Él la miró, levantando una ceja.
"Brenda golpeó a una de las sirvientas. A Lucía."
Mateo no dijo nada. Empezó a recargar su pistola.
"Esa chica tiene un hermano pequeño," continuó Sofía. "Está enfermo. Necesita medicinas caras. Ella es la única que trabaja para mantenerlo."
Mateo siguió en silencio, pero sus manos se detuvieron por un segundo.
"El Patrón nunca se va a enterar. Y si lo hace, no le va a importar. Para él, Lucía no es nadie," dijo Sofía, su voz cargada de una falsa desesperanza. "Supongo que así son las cosas aquí. Los fuertes abusan de los débiles. Y nadie hace nada."
Se dio la vuelta para irse, como si hubiera perdido toda esperanza.
"Espera," dijo Mateo.
Sofía se detuvo, de espaldas a él. Una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios, una que él no podía ver.
"¿Qué quieres que haga?" preguntó él.
"Nada," respondió Sofía, girándose para mirarlo. Sus ojos estaban llenos de una tristeza calculada. "No puedes hacer nada. Si te enfrentas a Brenda, El Patrón se enojará contigo. Podrías perder tu posición. O algo peor. No vale la pena por una sirvienta."
Lo estaba retando. Estaba apelando a ese trozo de humanidad que vio en sus ojos el día que la capturó.
"No te preocupes por mí," dijo Mateo. "Brenda no volverá a tocarla."
Esa noche, hubo una discusión terrible en la habitación de Brenda. Gritos, cosas rompiéndose. Sofía escuchó todo desde su cuarto.
A la mañana siguiente, Brenda apareció con unas gafas de sol enormes que no ocultaban la hinchazón alrededor de un ojo. Y Lucía pudo trabajar en paz.
Pero Sofía sabía que había puesto a Mateo en una posición imposible. Lo había obligado a elegir entre su lealtad a El Patrón y su propio código moral.
Y esa era solo la primera parte de su plan.
Días después, Sofía estaba trabajando en un nuevo mural en uno de los patios interiores. Lucía se acercó tímidamente.
"Gracias, señorita Sofía," susurró. "La señora Brenda ya no me molesta."
"No me agradezcas a mí," dijo Sofía, sin dejar de pintar. "Agradécele a Mateo. Él fue quien habló con ella."
Luego, con una voz conspiradora, añadió: "Pero ten cuidado. Brenda le contó todo al Patrón. Dijo que Mateo la amenazó. Está furioso con él. No sé qué le vaya a hacer."
Era una mentira. Pero una mentira perfecta.
El pánico se apoderó del rostro de Lucía.
"¡No! ¡Es mi culpa! ¡Él solo me defendió!"
"Lo sé," dijo Sofía, su voz llena de una falsa compasión. "Pero El Patrón no escucha. Valora más a su amante que a su mejor hombre."
Dejó que la idea se asentara en la mente de la chica.
Esa tarde, durante la cena con los invitados importantes, mientras El Patrón presumía su poder y su riqueza, Lucía, la sirvienta invisible, hizo algo impensable.
Se acercó a la mesa, temblando de pies a cabeza.
"Patrón," dijo, su voz apenas un hilo.
Todos se callaron. El Patrón la miró con fastidio.
"¿Qué quieres? Estoy ocupado."
"Es sobre la señora Brenda," dijo Lucía, las lágrimas corriendo por sus mejillas. "Ella miente. El señor Mateo nunca la amenazó. ¡Fui yo! ¡Yo la insulté! ¡Le dije que usted se iba a cansar de ella! ¡Por eso me pegó! ¡El señor Mateo solo me dijo que me callara! ¡Él es leal a usted, Patrón! ¡A mí deberían castigarme!"
La sala quedó en un silencio sepulcral.
Brenda se puso pálida. El Patrón miró de Lucía a Brenda, y luego a Mateo, que estaba de pie junto a la pared, con el rostro como una piedra.
Sofía, sentada en un rincón, observaba la escena con el corazón helado.
El sacrificio de Lucía era el movimiento final de su trampa.
El Patrón se levantó. Caminó hacia Brenda.
"¿Me has estado mintiendo?" gruñó.
"¡No! ¡Aureliano, mi amor, la sirvienta está loca!" gritó Brenda.
Pero la duda ya estaba sembrada. La lealtad de Mateo contra la palabra de una amante celosa. La confesión desesperada de una sirvienta.
El Patrón abofeteó a Brenda con tal fuerza que la tiró de la silla.
"¡Llévensela!" le gritó a dos guardias. "No la quiero volver a ver en mi vida."
Luego miró a Lucía, que seguía arrodillada y llorando.
"Y a ti... aprecio tu lealtad. Pero aquí nadie me interrumpe." Hizo un gesto a otro guardia. "Llévala a la cocina. Que le den una lección."
Finalmente, sus ojos se posaron en Sofía. La miró durante un largo rato, una mirada indescifrable.
Sofía sostuvo la mirada, su rostro una máscara de inocencia y conmoción.
Pero por dentro, sentía un triunfo frío y amargo.
Había sacrificado a una sirvienta inocente y destruido a su rival. Y todo sin mancharse las manos.
Había demostrado que en esta selva, ella también podía ser una depredadora.