Sabía que enfrentarlo sería un error. Él era leal a El Patrón, y cualquier acusación sin pruebas se volvería en su contra. Por ahora, tenía que jugar su papel. Tenía que ser la mujer de El Patrón, la reina de esa jaula dorada. Y tenía que asegurar su futuro.
Su plan era simple y biológico: un hijo.
Un heredero ataría a El Patrón a ella de una manera que ninguna pintura o acto de locura podría lograr. Un hijo la convertiría en intocable. Sería su póliza de seguro, su arma definitiva.
Y así, con la misma determinación con la que mezclaba colores en una paleta, Sofía se dedicó a seducir a su captor. Dejó de ser la prisionera desafiante y se convirtió en una amante devota. Aprendió a anticipar sus deseos, a calmar sus arranques de ira, a alimentar su ego insaciable.
Fue la actuación más difícil de su vida. Cada caricia era una mentira. Cada beso, un acto de guerra. Cada noche en su cama era una batalla que libraba contra las náuseas y el odio que sentía por él. Pero pensaba en su abuela, en su barrio, en la venganza que había jurado. Y eso le daba fuerzas.
Dos meses después, lo logró.
La prueba de embarazo dio positivo.
Cuando se lo dijo a El Patrón, su reacción fue más allá de lo que había imaginado. El hombre más temido de México, un hombre que ordenaba muertes con la misma facilidad con la que pedía el desayuno, lloró. La levantó en brazos, la hizo girar, la llamó su reina, la madre de su dinastía.
"¡Un hijo!" gritaba a quien quisiera escucharlo. "¡Voy a tener un hijo!"
La noticia se esparció por la hacienda como un reguero de pólvora. El estatus de Sofía se elevó a un nivel casi divino. Nadie se atrevía a mirarla mal. Sus órdenes eran cumplidas al instante.
Ahora estaba a salvo. O eso creía.
La primera señal de que algo andaba mal fue sutil.
Estaba paseando por los jardines, un privilegio que ahora disfrutaba sin la sombra constante de Mateo. El Patrón había decidido que el embarazo la hacía demasiado valiosa para arriesgarla, y le había asignado dos guardias nuevos, torpes y obvios, que la seguían a una distancia respetuosa.
Vio una serpiente de coral, pequeña y hermosa, deslizándose por el césped perfectamente cortado. No era algo común en esos jardines tan cuidados. Uno de los guardias corrió y la mató a machetazos.
Sofía sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con la serpiente. Era una advertencia. En su mundo, nada era una coincidencia.
Necesitaba ojos y oídos. Necesitaba aliados. Y sabía a quién recurrir.
Había un grupo de mujeres en la hacienda que pasaban desapercibidas. Las cocineras, las limpiadoras, las que lavaban la ropa. Eran invisibles para El Patrón y sus hombres, pero lo veían y lo oían todo.
Sofía empezó a pasar más tiempo en la cocina, con la excusa de tener antojos por el embarazo. Hablaba con ellas, no como la patrona, sino como una más. Les preguntaba por sus familias, por sus pueblos. Usó el dinero que El Patrón ahora le daba a manos llenas para ayudarlas, para medicinas, para mandar a sus hijos a la escuela.
No compró su lealtad. Se la ganó.
La líder no oficial de estas mujeres era una señora mayor llamada Josefina, la cocinera principal. Una mujer sabia y callada, muy parecida a su abuela.
Un día, mientras ayudaba a Josefina a desvenar chiles, Sofía le contó lo de la serpiente.
Josefina no dejó de trabajar. Sus manos se movían con una habilidad hipnótica.
"En mi pueblo," dijo en voz baja, "cuando una coralillo entra a tu casa, es señal de que un enemigo cercano te quiere muerto."
"¿Quién podría ser?" preguntó Sofía, aunque ya tenía sus sospechas. No había rivales evidentes. Brenda se había ido. Los lugartenientes le temían. Solo quedaba una persona lo suficientemente inteligente y sutil para actuar de esa manera.
Josefina dejó el cuchillo y la miró a los ojos.
"Hay gente aquí que estaba antes que usted, señorita. Gente que tenía el favor del Patrón. Y los favores, como el amor, no les gusta ser compartidos."
No dijo el nombre. No hacía falta.
La confirmación de sus sospechas llegó de la fuente más inesperada.
Una noche, Mateo la interceptó en un pasillo poco transitado. Hacía semanas que no hablaban a solas.
"Tenemos que hablar," dijo él, su voz era un murmullo urgente.
"No tengo nada que hablar contigo," respondió Sofía fríamente.
"Esto es importante," insistió. Miró a ambos lados del pasillo. "No aquí."
La guio a la biblioteca, una habitación que casi nadie usaba. Cerró la puerta.
"¿Qué quieres, Mateo?"
"El hijo que esperas," comenzó, "¿es de él?"
La pregunta la tomó por sorpresa. Era directa, brutal.
"Claro que es de él," respondió ella, a la defensiva. "¿De quién más podría ser?"
Mateo la estudió con una intensidad que la hizo sentir incómoda.
"El Patrón no puede tener hijos," dijo Mateo, soltando las palabras como si fueran piedras. "Un accidente hace años. Una bala. Todo el mundo cercano a él lo sabe. Menos tú, al parecer."
El mundo de Sofía se inclinó sobre su eje.
El aire se volvió denso, difícil de respirar. Cada palabra de Mateo era un golpe, desmantelando su plan, su seguridad, su futuro.
"Mientes," susurró ella, aunque sabía que no lo hacía. De repente, todo cobraba sentido. La reacción exagerada de El Patrón, su alegría delirante. No era la alegría de un padre. Era el milagro de un hombre que se creía estéril.
"¿Por qué mentiría?" preguntó Mateo. "Pensé que debías saberlo. Estás en un juego más peligroso de lo que crees. No estás construyendo un ancla. Estás construyendo una bomba. Y cuando explote, nos matará a todos."
"¿Por qué me dices esto?" preguntó Sofía, su mente corriendo para procesar la nueva información. "¿Por qué me ayudas?"
Mateo se pasó una mano por el pelo, un gesto de frustración que nunca le había visto hacer.
"Porque te vi pintar en tu barrio," dijo finalmente, su voz apenas un susurro. "Vi lo que pintabas. Vi quién eras antes de que este lugar te convirtiera en... esto." Hizo un gesto vago, abarcando su ropa cara, el poder que la rodeaba. "Porque mi hermana... ella también era una activista. La mataron. Y a mí me obligaron a unirme a ellos o morir. Te veo y la veo a ella. Y no quiero ver cómo te destruyen también."
Era una confesión. Una verdad cruda y dolorosa que la golpeó más fuerte que cualquier amenaza.
Por primera vez, Sofía vio al hombre detrás del sicario. Vio su tormento, su pasado. Y entendió su silencio, su resignación.
"Entonces... ¿qué hago?" preguntó ella, la voz temblorosa. Se sentía perdida, vulnerable por primera vez en mucho tiempo. Su plan maestro era un castillo de naipes a punto de derrumbarse.
"No lo sé," admitió Mateo. "Pero ahora sabes la verdad. Y la verdad, a veces, es la única arma que tenemos."
Se dio la vuelta para irse.
"Mateo," lo llamó Sofía.
Él se detuvo en la puerta.
"La serpiente... ¿fuiste tú?"
Él la miró por encima del hombro. Su rostro era una mezcla de dolor y pesar.
"No. Yo nunca te haría daño, Sofía. Pero alguien más en esta casa sí. Alguien que también sabe que El Patrón es estéril. Alguien que entiende que tu mentira te ha hecho poderosa, pero también te ha puesto una sentencia de muerte."
Y con esas palabras, la dejó sola en la biblioteca, con el eco de una verdad aterradora y la certeza de que su enemigo no era quien ella pensaba.
El enemigo era el propio Patrón.
El día que él descubriera que el hijo no era suyo, que no podía ser suyo, su obsesión se convertiría en furia. Y su furia la destruiría.
Salió de la biblioteca sintiéndose más atrapada que nunca. La revelación de Mateo no la había liberado. La había encadenado a él. Ahora compartían un secreto peligroso.
¿Podía confiar en él? ¿O era esta otra manipulación, una más sutil y compleja?
Su corazón, un órgano que había aprendido a ignorar, le dolía. Le dolía la confesión de Mateo, la historia de su hermana, la cruda honestidad en sus ojos.
Y le dolía porque una parte de ella, una parte que creía muerta y enterrada, quería desesperadamente creerle.