El Último Adiós de Amor
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Capítulo 1

Ximena sabía que su hija se estaba muriendo, lo sentía en el aire delgado y quieto de su pequeña casa, en el silencio que se acumulaba en las esquinas.

Sofía, su Sofi, estaba sentada en el viejo sofá, con una manta sobre sus piernas delgadas, sus ojos grandes y oscuros fijos en la pantalla del teléfono.

Tenía apenas ocho años, pero la enfermedad la había hecho parecer más pequeña, más frágil, como una figura de cristal.

La casa olía a medicina y a la sopa de verduras que Ximena cocinaba casi todos los días, porque era lo único que podían pagar y lo único que el estómago de Sofía a veces toleraba.

Ximena trabajaba limpiando casas, sus manos siempre estaban ásperas y olían a cloro, pero el dinero nunca era suficiente.

Cada peso se iba en los medicamentos que apenas mantenían a raya el dolor de Sofía, en la renta, en la comida.

No quedaba nada para los sueños.

Y Sofía todavía tenía sueños.

"Mami", dijo Sofía en un susurro, sin apartar la vista del teléfono.

Ximena se acercó, secándose las manos en el delantal.

"¿Qué pasó, mi amor?"

Sofía le mostró la pantalla, en ella, una niña de su edad tocaba un piano blanco con una facilidad que parecía magia, sus dedos volaban sobre las teclas y una melodía alegre llenaba el video.

"Yo quiero uno de esos."

Ximena sintió una opresión en el pecho, un dolor conocido.

"Un piano es muy caro, mi vida."

"Pero mi cumpleaños ya casi es", insistió Sofía, mirándola por primera vez, sus ojos llenos de una esperanza que a Ximena le partía el alma. "Papá me lo puede comprar. Él tiene mucho dinero, ¿verdad?"

Xima no supo qué responder.

Ricardo, su esposo, el padre de Sofía.

Se había ido hacía casi un año.

La excusa fue noble, o eso parecía. Su hermana había muerto, dejando a su esposa, Susana, y a su hijo, Pedrito, solos. Ricardo dijo que su deber era cuidarlos, que necesitaban un hombre en la casa.

Se mudó con ellos a otra ciudad, prometiendo enviar dinero, prometiendo visitar.

Las visitas eran escasas, el dinero, una miseria.

Ximena marcó el número de Ricardo, el corazón latiéndole con una mezcla de esperanza y resignación.

Respondió al tercer tono, su voz sonaba distante, ocupada.

"¿Qué pasó, Ximena? Estoy en medio de algo."

"Es Sofía", dijo Ximena, tratando de mantener la voz firme. "Pronto será su cumpleaños y... tiene un deseo."

"Ajá."

"Quiere un piano, Ricardo."

Hubo un silencio al otro lado de la línea, luego una risa corta y sin alegría.

"¿Un piano? ¿Estás loca? ¿Sabes cuánto cuesta eso? Apenas y me alcanza para mantener a Susana y Pedrito, ellos lo perdieron todo, Ximena. Un poco de conciencia."

"Pero es tu hija, Ricardo. Está enferma."

"Y por eso mismo no necesita un piano, necesita medicinas. Te mandé dinero la semana pasada, ¿ya te lo gastaste?"

"Ese dinero no alcanzó ni para la mitad de las recetas", replicó Ximena, la voz temblándole de rabia.

"Pues adminístrate mejor. Tengo que colgar, Pedrito me está llamando."

La llamada se cortó.

Ximena se quedó con el teléfono en la mano, sintiendo la humillación como un sabor amargo en la boca.

Más tarde esa semana, mientras esperaba el autobús para volver a casa después de un largo día de trabajo, vio algo que le heló la sangre.

En un centro comercial de lujo, de esos a los que ella nunca entraba, vio a Ricardo.

No estaba solo.

Estaba con Susana y Pedrito, saliendo de una juguetería carísima, de esas que anuncian en la televisión.

Pedrito, un niño robusto y de mejillas sonrosadas, llevaba en sus brazos una caja enorme con un robot de última generación, mientras Susana sonreía, cargando varias bolsas de marcas que Ximena solo había visto en revistas.

Ricardo caminaba a su lado, riendo, con el brazo sobre los hombros de Susana.

Se veía relajado, feliz, adinerado.

Compró un helado para Pedrito, uno de esos artesanales que costaban lo que Ximena ganaba en medio día de trabajo.

Ximena se quedó paralizada, escondida detrás de la parada del autobús, sintiendo cómo el mundo se le venía encima.

Era una mentira.

Todo era una mentira.

No era un hombre sacrificado cuidando a su familia huérfana.

Era un hombre que había elegido a otra familia.

Esa noche, cuando ya estaban en la cama, Sofía le tomó la mano. La manita de su hija estaba fría.

"Mami", susurró en la oscuridad. "¿Papá ya no me quiere?"

Ximena no pudo responder.

Solo pudo abrazar el pequeño cuerpo de su hija, tratando de darle un calor que ella misma ya no sentía, mientras las lágrimas silenciosas le quemaban la cara.

La inocencia de esa pregunta fue más dolorosa que cualquier insulto, que cualquier grito.

Fue la confirmación de una traición que apenas empezaba a comprender.

            
            

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