Ella pensó que se refería a su trabajo, un negocio de importaciones que nunca entendió del todo bien pero que parecía dejarle mucho dinero, aunque ese dinero rara vez llegaba a sus manos.
Ahora, la palabra "responsabilidades" adquiría un significado siniestro.
El recuerdo la golpeaba mientras trapeaba el piso de la cocina, el olor a desinfectante barato llenando sus pulmones.
Estaba cansada, un cansancio que le llegaba hasta los huesos.
Se sentía como si hubiera estado luchando sola durante años, incluso cuando Ricardo vivía bajo el mismo techo.
Él siempre estaba ausente, en su mundo, en su teléfono, en sus "viajes de negocios".
La enfermedad de Sofía solo había hecho más grande la distancia entre ellos.
Para Ximena, era el centro de su universo.
Para Ricardo, parecía ser una molestia, una cuenta inesperada que arruinaba sus balances.
"¡Mami!"
El grito agudo de Sofía desde la sala la sacó de sus pensamientos.
Corrió hacia ella, el corazón en la garganta.
Sofía estaba pálida, más de lo normal, y se sujetaba el pecho, con los labios azulados.
"No... no puedo respirar bien."
El pánico se apoderó de Ximena, un terror frío y paralizante.
La tomó en brazos, sintiendo lo poco que pesaba, y corrió hacia el teléfono.
Marcó el 911, su voz temblaba tanto que apenas podía dar la dirección.
Mientras esperaba la ambulancia, hizo lo único que se le ocurrió.
Llamó a Ricardo.
Una, dos, tres veces. Buzón de voz.
La cuarta vez, contestó. El ruido de fondo era de música y risas.
"¿Ahora qué quieres, Ximena? Estoy en el cumpleaños de un amigo de Pedrito."
"¡Es Sofía!", gritó Ximena, las lágrimas corriendo por sus mejillas. "¡No puede respirar, llamé a una ambulancia, tienes que venir!"
"Cálmate, mujer, siempre exageras", dijo Ricardo, su tono era de fastidio, no de preocupación. "Seguro es uno de sus ataques de ansiedad. Dale su medicina."
"¡No es ansiedad, Ricardo, se está poniendo azul! ¡Te necesito aquí!"
"No puedo irme ahora, ¿qué quieres que le diga a Susana? Ya le prometí a Pedrito que lo llevaría por una pizza después de esto. No puedo fallarle, es solo un niño."
"¡Sofía también es una niña! ¡Es tu hija y se está muriendo!"
"Mira, haz lo que tengas que hacer, llévala al hospital público, para eso pagamos impuestos. Yo veré si puedo darme una vuelta mañana. Ahora déjame en paz."
Y colgó.
Ximena se quedó mirando el teléfono, la incredulidad dando paso a una rabia helada.
El sonido de la sirena acercándose la hizo reaccionar.
En el hospital, mientras los doctores corrían con Sofía hacia urgencias, Ximena se sentó en una silla de plástico duro, sintiéndose completamente sola.
El mundo se había reducido a las paredes blancas y estériles de ese hospital y al eco de las palabras de Ricardo.
"No puedo fallarle, es solo un niño."
Y Sofía, ¿qué era Sofía para él?
Un problema. Una interrupción.
Esa noche, sentada junto a la cama de su hija, viéndola dormir con la ayuda de un respirador, algo dentro de Ximena se rompió para siempre.
La mujer sumisa, la esposa que esperaba, la madre que sufría en silencio, murió en esa silla de plástico.
Miró su reflejo en la ventana oscura de la habitación del hospital.
Vio a una extraña, una mujer con los ojos hundidos por el cansancio y la pena, pero con una nueva dureza en la mandíbula.
Ya no iba a rogar. Ya no iba a esperar.
Si Ricardo había elegido su bando, ella también elegiría el suyo.
Y su bando era Sofía.
Lucharía por ella con las uñas y los dientes, y se aseguraría de que Ricardo pagara por cada lágrima que su hija había derramado.
La guerra acababa de empezar.