La Misión Imposible
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Capítulo 1

Morir por octava vez se siente extrañamente familiar, es un dolor sordo que ya no sorprende, solo cansa. Mi consciencia se desvaneció con el frío del acero en mi pecho, y cuando la abrí de nuevo, el mismo techo blanco de siempre me dio la bienvenida. El olor a desinfectante y a flores caras llenaba el aire, una combinación que ya odiaba con toda mi alma.

He renacido. Otra vez. La novena vez.

Mi cuerpo era joven de nuevo, sin las cicatrices de la última vida, pero mi alma se sentía tan vieja y agrietada como una ruina antigua. Me senté en la cama, el edredón de seda se deslizó por mis hombros. Miré mis manos, pálidas y delgadas, las manos de un Diego Ramírez que aún no ha sido destrozado por completo.

Pero yo sí lo estaba. Ocho vidas intentando lo mismo, ocho vidas persiguiendo el amor de mi tía, Isabella Solís, y ocho vidas terminando en una muerte horrible, siempre a manos de ella o de su amado, Alejandro Vargas.

Cerré los ojos y las imágenes de mis muertes pasadas desfilaron por mi mente como una película de terror sin fin. Ahogado en la piscina, envenenado en la cena, atropellado por su coche, apuñalado en un callejón... cada vez era una nueva y creativa forma de eliminarme, el estorbo en su perfecta historia de amor.

Y cada vez, al renacer, una voz fría y mecánica resonaba en mi cabeza.

[Sistema activado. Misión principal: Conquistar el corazón de Isabella Solís.]

[Progreso actual: 0%.]

[Recompensa por éxito: Liberación del ciclo de renacimiento.]

[Penalización por fracaso: Muerte y reinicio.]

Esta vez, cuando la voz del sistema sonó, no sentí pánico ni determinación. Solo un vacío profundo y agotador. Ya no quería conquistarla. Ya no quería su amor. Su amor era veneno, era una jaula. Lo único que quería era morir, pero morir de verdad. Morir y que todo terminara.

"No lo haré", susurré al aire, mi voz ronca. "Esta vez, no."

Preferiría morir en libertad que vivir un día más como su títere. Si el fracaso significaba la muerte, entonces fracasaría lo más rápido posible.

La puerta de la habitación se abrió sin llamar. Isabella entró, luciendo tan hermosa y letal como siempre. Llevaba un vestido rojo que se ceñía a su figura perfecta, y su cabello negro caía en ondas sobre sus hombros. Detrás de ella, sonriendo con esa amabilidad falsa que yo conocía tan bien, estaba Alejandro.

"Diego, por fin despiertas", dijo Isabella, su voz sin una pizca de calidez. Se detuvo al pie de mi cama, cruzada de brazos, mirándome como si fuera un objeto molesto.

Alejandro se acercó y puso una mano en el hombro de Isabella, un gesto de posesión. "Isabella estaba preocupada por ti, campeón. Te desmayaste en el jardín, nos diste un buen susto."

La mentira era tan descarada que casi me río. Yo no me había desmayado. En mi vida anterior, Alejandro me había empujado por las escaleras después de que Isabella me acusara de robarle una joya. El "desmayo" fue el resultado de mi cabeza golpeando el mármol.

"Estoy bien", respondí, mi voz plana. No hice ningún esfuerzo por parecer agradecido.

La mirada de Isabella se endureció. "¿Qué es esa actitud, Diego? Deberías estar agradecido de que Alejandro te trajera a tu habitación. Eres una carga constante."

Cada palabra era un golpe, pero ya no dolía como antes. Ahora solo alimentaba mi resolución. Me encogí de hombros, manteniendo mi mirada en el edredón.

"Lo siento", dije, sin sentirlo en absoluto.

Alejandro rio suavemente. "No seas tan duro con él, mi amor. Solo es un niño. Seguro que está confundido." Se acercó a mi cama y me alborotó el pelo, un gesto que pretendía ser cariñoso pero que era condescendiente y humillante. Aparté la cabeza bruscamente.

El silencio que siguió fue tenso. La sonrisa de Alejandro se desvaneció, reemplazada por un destello de ira en sus ojos. Isabella frunció el ceño.

"¿Qué te pasa?", espetó ella. "Parece que te molesta que te toquen. ¿Acaso te crees demasiado bueno para nosotros?"

No respondí. Solo quería que se fueran. Quería estar solo para planear mi muerte final.

"Mírame cuando te hablo, mocoso insolente", ordenó Isabella, su voz subiendo de tono.

Levanté la vista, pero no la miré a ella. Miré el broche de diamantes que llevaba en el cuello, un regalo de Alejandro. En mi tercera vida, intenté regalarle uno similar, uno que había comprado con todos mis ahorros. Ella lo tiró a la basura delante de mí, diciendo que mi gusto era vulgar y barato.

Recordé los primeros años, antes de que todo se pudriera. Después de la muerte de mis padres en un accidente, vine a vivir a la mansión Solís. Isabella, mi tía, era solo unos años mayor que yo. Al principio, había una especie de calidez. Ella me leía cuentos, me ayudaba con la tarea. Yo, un niño solitario y asustado, me aferré a ella como a un salvavidas. Mi afecto infantil se transformó, con la torpeza de la adolescencia, en un amor devoto. El problema fue que ella lo descubrió. Encontró mi diario, lleno de poemas cursis y declaraciones de amor. A partir de ese día, todo cambió. Su calidez se convirtió en hielo. Su amabilidad, en desprecio. Me convertí en una mancha en su vida, un recordatorio de algo que ella consideraba sucio y antinatural. Y entonces llegó Alejandro, el "verdadero protagonista", y yo pasé de ser una mancha a ser un obstáculo que debía ser eliminado.

"Voy a tirar todas tus cosas", dijo Isabella de repente, su voz fría me sacó de mis recuerdos. "¿Crees que puedes vivir aquí gratis y actuar como un rey? Te equivocas. A partir de hoy, dormirás en el sótano. Y limpiarás toda la casa. Tal vez un poco de trabajo duro te quite esas ideas estúpidas de la cabeza."

Alejandro sonrió, complacido. "Es una excelente idea, mi amor. Le enseñará un poco de disciplina."

No protesté. No dije nada. El sótano. Perfecto. Frío, húmedo y lejos de ellos. Un buen lugar para morir.

Tiré de las sábanas y me levanté de la cama. Pasé junto a ellos sin mirarlos y me dirigí al armario. Empecé a sacar mi ropa, la poca que tenía, y la puse en una vieja maleta. Entre mis cosas, encontré el único objeto de valor que realmente me importaba: un pequeño relicario de plata que había pertenecido a mi madre. Lo abrí. Dentro había una diminuta foto de mis padres, sonriendo en el día de su boda. Era el único recuerdo físico que me quedaba de ellos. Lo apreté con fuerza en mi mano.

"¿Qué es eso?", preguntó Isabella, acercándose.

Antes de que pudiera reaccionar, me lo arrebató de la mano. Lo examinó con una mueca de asco. "¿Todavía guardas esta basura? Patético."

"Devuélvemelo", dije, mi voz temblando por primera vez. "Es de mi madre."

"¿Y?", se burló ella. Abrió el relicario y miró la foto. "Tus padres eran tan débiles como tú. Por eso murieron. Dejándote aquí para que fueras mi problema." Con un movimiento casual, arrojó el relicario por la ventana abierta.

Escuché el débil tintineo cuando golpeó el pavimento de piedra del patio, tres pisos más abajo. Sentí como si una parte de mí se hubiera roto junto con él. La última conexión con mi pasado, con una vida donde alguien me había amado, acababa de ser destruida.

[Advertencia del sistema: Las acciones del anfitrión están desviándose severamente del objetivo de la misión. La hostilidad de Isabella Solís ha aumentado en un 20%.]

Ignoré la voz. Miré a Isabella, luego a Alejandro, y una calma fría se apoderó de mí. Mi decisión estaba tomada. No solo iba a morir. Iba a asegurarme de que no pudieran usarme nunca más.

"No importa", dije, mi voz extrañamente tranquila. "Ya no necesito nada de esto."

Me di la vuelta, dejando la maleta a medio hacer, y salí de la habitación, dirigiéndome hacia las escaleras que llevaban al sótano. El infierno me esperaba, pero esta vez, yo caminaba hacia él por mi propia voluntad. Era el primer paso hacia mi libertad.

            
            

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