Dejé la maleta en el suelo y me senté en el borde del catre, el metal frío a través de mi ropa. El silencio era casi total, roto solo por el goteo ocasional de una tubería. Por primera vez en mucho tiempo, sentí una pizca de paz. Aquí abajo, estaba solo. Lejos de sus miradas, de sus voces, de su presencia asfixiante.
Intenté formular un plan. ¿Cómo morir esta vez? Tenía que ser rápido, definitivo. No más esperas a que ellos decidieran mi final. Tenía que tomar el control. Quizás podría encontrar algo en el viejo almacén contiguo, alguna herramienta, alguna cuerda.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por el sonido de pasos en las escaleras. No era el taconeo decidido de Isabella ni los pasos medidos de Alejandro. Eran más pesados, más lentos. La figura de mi abuelo, el patriarca de la familia Solís, apareció en la entrada.
El abuelo era un hombre mayor, de cabello blanco y rostro surcado de arrugas, pero sus ojos todavía tenían una chispa de la autoridad que una vez tuvo. Era el único en esta casa que alguna vez me había mostrado un poco de afecto genuino, aunque casi siempre permanecía en silencio, permitiendo que Isabella hiciera lo que quisiera.
"Diego", dijo, su voz grave resonando en el sótano. "¿Qué haces aquí abajo?"
"Isabella dijo que este es mi nuevo cuarto", respondí sin mirarlo.
Se acercó lentamente, usando un bastón de madera oscura para apoyarse. Miró el catre, el suelo de tierra, la humedad en las paredes. Su rostro se endureció.
"Esto no es un cuarto. Es una celda", murmuró. "¿Qué hiciste para que te tratara así?"
Me encogí de hombros. "¿Importa? Siempre encuentra una razón."
Mi abuelo suspiró, un sonido cansado y lleno de pesar. "Vi lo que hizo con el relicario de tu madre. Lo vi desde mi ventana."
Levanté la vista, sorprendido. Él había visto y no había hecho nada. Como siempre.
"Lo sé, lo sé", dijo, como si leyera mis pensamientos. "Soy un viejo cobarde. Le he permitido a Isabella demasiado. Desde que su madre murió, he tratado de compensarla, pero solo la he convertido en un monstruo."
Se sentó a mi lado en el catre, que crujió bajo su peso. "Tu tía... ella no siempre fue así. Hubo un tiempo en que tenía un buen corazón. Pero el dolor la cambió. Y ese hombre, Alejandro... él saca lo peor de ella."
"Él la manipula", dije con amargura. "Y a ella le encanta."
"Lo sé", asintió el abuelo. "Y tú estás atrapado en medio de todo. No es justo." Hizo una pausa, mirando sus manos nudosas. "No puedo seguir viendo esto, Diego. No puedo ver cómo te destruyen."
Sacó una pequeña bolsa de tela de su bolsillo y la puso en mi mano. Era pesada. La abrí y dentro había un fajo de billetes y un juego de llaves.
"Hay suficiente dinero ahí para que empieces una nueva vida en otro lugar", dijo en voz baja. "Las llaves son de una pequeña cabaña que tengo en las montañas, cerca de un pueblo llamado San Miguel. Nadie sabe de ese lugar, ni siquiera Isabella. Puedes ir allí, estar a salvo."
Miré el dinero y las llaves, luego a mi abuelo. "¿Por qué ahora?", pregunté, mi voz llena de desconfianza. En mis vidas pasadas, él nunca había intervenido de esta manera.
"Porque vi la mirada en tus ojos cuando ella tiró el relicario", respondió. "No era tristeza ni ira. Era... nada. Como si te hubieras rendido. Y eso me asustó más que cualquier otra cosa. No voy a dejar que te apagues, muchacho."
Por un momento, una extraña sensación de calidez me invadió. ¿Esperanza? Era un sentimiento tan ajeno que casi no lo reconocí. Pero rápidamente lo aplasté. Esto era solo un nuevo giro en la misma historia. Algo saldría mal. Siempre salía mal.
"Gracias", dije, guardando la bolsa. "Pero, ¿cómo salgo de aquí? Isabella y Alejandro no me dejarán ir."
"Saldrás esta noche", dijo el abuelo, poniéndose de pie. "Isabella y Alejandro tienen una cena importante. Yo me encargaré de distraer al personal de seguridad. La puerta trasera que da al jardín estará abierta a medianoche. Un coche te estará esperando al final del camino. Te llevará a la estación de autobuses."
El plan era simple. Demasiado simple. Pero era la única oportunidad que tenía. Asentí.
"Gracias, abuelo."
Él puso una mano en mi hombro, su agarre sorprendentemente fuerte. "Cuídate, Diego. Y no mires atrás. Vive tu vida."
Se dio la vuelta y subió las escaleras, dejándome solo de nuevo en la penumbra. Sostuve la bolsa en mi mano. Libertad. La palabra sonaba extraña en mis labios. Durante ocho vidas, mi objetivo había sido el amor de Isabella. Ahora, mi único objetivo era escapar de él.
Esperé en la oscuridad, las horas pasaban lentamente. Cada crujido de la casa me hacía saltar. Escuché el coche de Isabella y Alejandro salir del garaje. Escuché las voces del personal de la casa disminuir a medida que avanzaba la noche.
Cuando el viejo reloj del pasillo dio las doce, mi corazón empezó a latir con fuerza. Me puse de pie, cogí mi maleta y subí las escaleras sigilosamente. La casa estaba en silencio. Crucé la cocina, mis pasos silenciosos sobre las baldosas frías. La puerta trasera estaba, como había dicho el abuelo, sin seguro.
Respiré hondo y la abrí. El aire fresco de la noche llenó mis pulmones. Olía a tierra mojada y a libertad. Salí al jardín, manteniéndome en las sombras de los árboles. El camino de entrada parecía interminable.
Justo cuando llegué a la mitad, las luces del porche se encendieron de repente, bañando todo el jardín en una luz cruda y brillante.
Me quedé helado.
"¿A dónde crees que vas, Diego?"
La voz de Isabella, fría como el hielo, cortó el silencio. Estaba de pie en el porche, con Alejandro a su lado. La cena importante había sido una mentira. Una trampa.
Mi corazón se hundió. El abuelo había fallado. O peor, me había traicionado.
"Yo...", empecé, pero las palabras se atascaron en mi garganta.
"¿Pensaste que podías escapar?", se burló Alejandro, bajando los escalones. "Eres tan predecible."
Se acercó a mí y me arrebató la maleta. La abrió y tiró todo al suelo: mi ropa, los pocos libros que tenía, y la bolsa de tela con el dinero y las llaves.
Isabella bajó del porche y recogió la bolsa. La sopesó en su mano. "¿Dinero? ¿Llaves? ¿El viejo te ayudó a planear esto?" Su voz era peligrosamente tranquila. "Qué decepción. Pensé que mi padre tenía más lealtad."
"No es lo que parece...", intenté decir, pero Alejandro me dio una bofetada que me hizo girar la cabeza. El sabor de la sangre llenó mi boca.
"Cállate", siseó. "Hablas cuando se te permite hablar."
Isabella miró el dinero y luego a mí. Una sonrisa cruel se dibujó en sus labios. "Así que quieres ser libre, ¿eh? Quieres empezar una nueva vida." Sacó un encendedor de su bolso. "Veamos cómo empiezas una nueva vida sin nada."
Abrió la bolsa y prendió fuego a los billetes. Las llamas naranjas devoraron el dinero, la única esperanza que había tenido. El fuego se reflejaba en sus ojos oscuros, y en ellos vi una satisfacción pura y sádica.
"Y en cuanto a la cabaña...", continuó, tirando las llaves al suelo y aplastándolas bajo su tacón de aguja. "...me aseguraré de que la reduzcan a cenizas mañana mismo."
Me quedé allí, viendo cómo mi escape se convertía en humo y metal retorcido. La desesperación, fría y familiar, me envolvió de nuevo.
[Advertencia del sistema: Intento de escape fallido. La hostilidad de Isabella Solís ha alcanzado un nivel crítico. Se recomienda al anfitrión reanudar la misión de conquista de inmediato para evitar consecuencias fatales.]
"Ahora", dijo Isabella, guardando su encendedor. "Volvamos adentro. Creo que necesitas una lección sobre lo que significa la desobediencia. Una que no olvidarás."
Alejandro me agarró del brazo con una fuerza brutal y empezó a arrastrarme de vuelta a la casa, de vuelta a la oscuridad. Mi breve sueño de libertad había terminado. El infierno solo estaba empezando.