Se dio la vuelta y subió las escaleras, cerrando la puerta con un golpe metálico y girando la llave en la cerradura. Me quedé solo en la oscuridad casi total, con el sabor a sangre en la boca y el dolor floreciendo en mi mejilla y en mis costillas.
Me arrastré hasta el catre y me acurruqué, temblando. El frío del sótano se me metía en los huesos, pero era el frío de mi corazón el que era insoportable. La esperanza que mi abuelo me había dado, tan frágil y nueva, había sido aplastada de forma tan completa y brutal que dolía más que cualquier golpe físico.
Pasaron las horas, o tal vez los días. Perdí la noción del tiempo en esa oscuridad húmeda. No me trajeron comida ni agua. El hambre se convirtió en un dolor agudo en mi estómago, y la sed resecó mi garganta hasta que tragar era una agonía.
A veces, escuchaba sus pasos arriba. Sus risas. El sonido de la música. Vivían su vida mientras yo me pudría aquí abajo. A veces, Isabella bajaba. No para traerme comida, sino para atormentarme.
"¿Todavía sueñas con escapar, Diego?", me preguntaba, su silueta recortada contra la luz del pasillo. "No hay escapatoria para ti. Perteneces aquí. Me perteneces."
No le respondía. Había aprendido en mis vidas pasadas que el silencio la enfurecía más que cualquier palabra. Mi desafío silencioso era la única arma que me quedaba.
Una vez, bajó con un plato de comida. Sopa caliente y pan. El olor era tan delicioso que mi estómago rugió de dolor. Lo dejó en el suelo, justo fuera de mi alcance.
"Si quieres comer, tienes que pedirlo", dijo con una sonrisa cruel. "Arrodíllate y suplica. Di que lo sientes. Di que me amas."
Mi hambre era una bestia salvaje dentro de mí, pero mi orgullo era más fuerte. La miré fijamente, con los labios apretados. Preferiría morir de hambre que darle esa satisfacción.
Resopló con desdén, pateó el plato y la sopa se derramó por el suelo sucio. "Como quieras. Muérete de hambre, entonces."
Y se fue, dejándome con el olor a comida que nunca podría probar.
Mi cuerpo empezó a debilitarse. Tenía fiebre y los escalofríos me sacudían constantemente. En mis momentos de delirio, los recuerdos se mezclaban. Recordaba a mi madre cantándome para dormir. Recordaba a mi padre enseñándome a andar en bicicleta. Y recordaba a Isabella, la Isabella de antes, la que me sonreía y me llamaba "mi pequeño Diego".
Ese recuerdo era el más doloroso de todos. ¿Qué había pasado con esa chica? ¿Dónde se había ido? ¿O nunca había existido realmente? Quizás todo había sido una mentira desde el principio. Una actuación para el niño huérfano.
La puerta se abrió de nuevo. Esta vez era Alejandro. Llevaba un látigo de montar en la mano, uno que usaba para sus caballos.
"Isabella está cansada de tu terquedad", dijo, haciendo restallar el látigo en el aire. El sonido fue como un disparo en el silencio del sótano. "Me ha pedido que te convenza de ser más... cooperativo."
Retrocedí hasta que mi espalda golpeó la pared de piedra. No había a dónde huir.
"¿Qué quieres que diga?", susurré, mi voz apenas un graznido.
"Quiero que admitas que eres un parásito desagradecido", dijo, acercándose. "Quiero que admitas que intentaste robarle a tu tía y huir como un ladrón."
"No es verdad", jadeé.
El primer latigazo me golpeó en la espalda. El dolor fue tan intenso que grité. Fue como si me hubieran marcado con un hierro al rojo vivo. Me rasgó la camisa y la piel.
"¡Mentiroso!", gritó.
Otro latigazo, esta vez en las piernas. Caí al suelo, tratando de hacerme un ovillo para protegerme.
"Isabella te dio un hogar, te dio comida, te vistió", continuó, su voz llena de una furia justa. "Y tú le pagas con traición y pensamientos sucios. Eres repugnante."
Latigazo tras latigazo. Perdí la cuenta. El dolor se convirtió en un ruido blanco que lo consumía todo. Mi cuerpo convulsionaba con cada golpe. La sangre empezó a empapar mi ropa y a formar un charco pegajoso en el suelo.
A través de la neblina de dolor, escuché a Isabella en lo alto de las escaleras. "Ya es suficiente, Alejandro. No quiero que lo mates. Todavía no."
Los latigazos se detuvieron. Escuché los pasos de Alejandro alejándose. Me quedé en el suelo, temblando, apenas consciente. Cada respiración era una tortura. Sentía como si todos mis huesos estuvieran rotos.
Isabella bajó las escaleras. Llevaba un vestido blanco inmaculado. Se detuvo a una distancia segura, mirando mi cuerpo destrozado con una expresión de fría satisfacción.
"¿Ves lo que pasa cuando me desafías, Diego?", dijo en voz baja. "Esto es solo el principio. Puedo hacer que tu vida sea un infierno mucho peor. O... podrías simplemente obedecer. Ser el buen chico que sé que puedes ser. Amarme, como deberías."
Levanté la cabeza con un esfuerzo monumental. La miré a los ojos. Y por primera vez, las palabras que había reprimido durante tanto tiempo salieron de mi boca.
"Te odio", susurré, y cada sílaba estaba cargada con el veneno de ocho vidas de sufrimiento. "Te odio."
Su rostro se contrajo en una máscara de furia. Por un segundo, pensé que me mataría allí mismo. Pero en lugar de eso, sonrió. Una sonrisa lenta y aterradora.
"Bien", dijo. "El odio es una pasión. Puedo trabajar con eso. Es mucho mejor que tu aburrida indiferencia."
Se dio la vuelta y se fue, dejándome en la oscuridad, sangrando y roto. Pero a pesar del dolor, a pesar de la desesperación, una pequeña parte de mí se sintió... libre. Había dicho la verdad. Y al decirlo, había roto el último hechizo que ella tenía sobre mí. Ya no buscaba su amor. Ya no temía su ira. Solo quería sobrevivir para poder destruirla.
Más tarde, no sé cuánto tiempo después, la puerta se abrió una vez más. Esperaba a Alejandro o a Isabella, pero era mi abuelo. Llevaba un botiquín de primeros auxilios.
Su rostro se arrugó de horror al verme. "Dios mío, Diego. ¿Qué te han hecho?"
Se arrodilló a mi lado, sus manos temblaban mientras intentaba limpiar mis heridas. Cada toque era una agonía, pero no me quejé.
"Tienes que salir de aquí", susurró con urgencia. "Te matarán."
"Ya lo intenté", grazné. "No funcionó."
"Lo intentaremos de nuevo", insistió. "Tengo otro plan. Pero tienes que ser fuerte. Tienes que aguantar un poco más."
Lo miré, mi visión borrosa por el dolor y las lágrimas. "¿Por qué? ¿Por qué me ayudas?"
Puso una mano cálida en mi frente febril. "Porque eres mi nieto. Y porque le fallé a tu madre. Le prometí que te cuidaría. Es hora de que cumpla mi promesa."
En ese momento, en lo más profundo de mi infierno personal, la intervención de mi abuelo no fue solo una cuerda de salvamento. Fue la confirmación de que incluso en la oscuridad más profunda, una pequeña luz de bondad podía sobrevivir. Y me aferré a esa luz con todas las fuerzas que me quedaban.