La Misión Imposible
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Capítulo 4

Los días siguientes fueron una neblina de dolor y recuperación a medias. Mi abuelo bajaba a escondidas con agua, algo de comida y ungüentos para mis heridas. Su presencia era un bálsamo para mi alma tanto como para mi cuerpo. Me contó su plan: Isabella y Alejandro iban a celebrar una gran fiesta de compromiso en la mansión. Durante el caos del evento, sería mi mejor oportunidad para escapar.

"Todos estarán distraídos", me susurró una noche, mientras me cambiaba las vendas. "He contratado a un hombre de confianza. Te esperará en el mismo lugar. Esta vez funcionará."

Asentí débilmente. No tenía fuerzas para sentir esperanza, solo una resignación cansada. Si funcionaba, bien. Si no, la muerte sería un alivio.

El día de la fiesta llegó. Desde el sótano, podía escuchar la música, las risas, el murmullo de cientos de invitados. La mansión Solís brillaba en todo su esplendor, una fachada de riqueza y felicidad que ocultaba la podredumbre de su interior.

Horas antes de la fiesta, Isabella bajó a verme. Llevaba un vestido de gala plateado que brillaba bajo la luz de la bombilla. Se veía etérea, como una diosa de hielo.

"Vas a subir", me ordenó. "Te ducharás, te pondrás un traje y estarás presente en mi fiesta de compromiso."

La miré, incrédulo. "¿Para qué? ¿Para que todos vean cómo me has dejado?"

"Exactamente", dijo con una sonrisa. "Quiero que todos vean lo que le pasa a quien me traiciona. Serás mi trofeo, mi advertencia andante." Hizo una pausa. "Pero si te comportas, si sonríes y felicitas a Alejandro y a mí, tal vez... solo tal vez... podría considerar perdonarte. Podríamos volver a como eran las cosas antes."

La oferta era tentadora y repulsiva a la vez. Una parte de mí, la parte que había sido condicionada durante ocho vidas a buscar su aprobación, sintió un tirón. Pero la nueva parte de mí, la que había nacido del odio y el dolor, se rio por dentro.

"Ponte de pie", ordenó.

Con un esfuerzo inmenso, me puse de pie. Mi espalda gritó en protesta y el movimiento tiró de las heridas apenas curadas. Un quejido de dolor se me escapó y me tambaleé.

Por un instante, solo un instante, vi un destello de algo en sus ojos. ¿Preocupación? ¿Culpa? Desapareció tan rápido como llegó.

"No seas tan dramático", espetó, pero su voz tenía un ligero temblor.

Justo en ese momento, Alejandro apareció en lo alto de las escaleras. "¿Todo bien, mi amor?"

"Sí", respondió Isabella, recomponiéndose al instante. "Solo estaba... dándole instrucciones a Diego."

Alejandro bajó, su mirada recorriéndome con desprecio. "¿Sigue respirando? Qué pena."

Isabella no respondió a su comentario. Su atención estaba fija en mí. Extendió una mano y rozó mi mejilla, donde la marca de la bofetada de Alejandro aún era visible. Su toque fue sorprendentemente suave.

"Sube y límpiate", repitió, su voz más baja ahora. "Haz lo que te digo, Diego. Por tu propio bien."

La escena fue interrumpida por un grito ahogado desde arriba. Era Sofía, una de las nuevas sirvientas, una chica joven y tímida que a veces me había mirado con lástima. Había tropezado en las escaleras y una bandeja de copas se había hecho añicos.

"¡Torpe!", gritó Alejandro, su atención desviada instantáneamente. "¿No puedes hacer nada bien?"

Isabella retiró su mano como si mi piel quemara. "Ocúpate tú de ella", le dijo a Alejandro. "Yo me encargaré de Diego."

Pero la oportunidad ya había pasado. La breve ventana de su extraña suavidad se había cerrado.

Me obligaron a ducharme y a ponerme un traje. El agua caliente sobre mis heridas era una tortura, y la tela del traje se sentía como papel de lija sobre mi piel lacerada. Luego, me llevaron al gran salón.

El lugar estaba lleno de la élite de la ciudad. Hombres con trajes caros y mujeres con joyas deslumbrantes. Todos reían, bebían champán y fingían ser felices. Y en el centro de todo, Isabella y Alejandro, la pareja perfecta.

Me ordenaron quedarme en un rincón, como una pieza de decoración macabra. La gente me miraba de reojo, susurraban entre ellos. Algunos con lástima, otros con morbo. Me sentía como un animal en un zoológico.

Isabella y Alejandro subieron a un pequeño escenario para dar un discurso. Agradecieron a todos por venir, hablaron de su amor eterno. Era una actuación impecable.

Mientras hablaban, recordé otra fiesta, en mi quinta vida. También era una fiesta de compromiso. Esa noche, desesperado por detenerla, la confronté en el balcón. Le rogué que no se casara con él, le confesé mi amor una vez más. Ella se rio en mi cara. Me dijo que era patético. Luego llamó a Alejandro. Juntos, me sujetaron y me arrojaron desde el balcón del segundo piso. Morí en el rosal de abajo, con las espinas clavándose en mi cuerpo.

El recuerdo me provocó un escalofrío. Miré a Isabella en el escenario, tan hermosa, tan cruel. Y supe que no podía confiar en ninguna aparente suavidad de su parte. Era una trampa, siempre lo era.

La fiesta continuó. Me obligaron a servir bebidas, a recoger platos vacíos. Cada movimiento era una agonía. Mi cuerpo estaba al límite. La fiebre volvía, y el sudor frío perlaba mi frente. El mundo empezaba a dar vueltas.

En un momento, mientras llevaba una pesada bandeja de copas sucias a la cocina, mis piernas cedieron. Me derrumbé, y la bandeja cayó con un estruendo ensordecedor. El cristal se hizo añicos por todas partes.

El silencio cayó sobre el salón. Todas las miradas se volvieron hacia mí.

Isabella se acercó, su rostro una máscara de furia helada. "Inútil", siseó en voz baja para que solo yo la oyera. "Ni siquiera puedes hacer una tarea simple. Estás arruinando mi noche."

"Lo siento...", jadeé, intentando ponerme de pie. "No me siento bien."

"No me importa cómo te sientas", replicó. "Limpia esto. Ahora. De rodillas."

Me arrodillé entre los cristales rotos. Mis manos temblaban mientras empezaba a recoger los trozos más grandes. Un trozo afilado se me clavó en la palma, y la sangre empezó a brotar, mezclándose con el champán derramado.

Estaba tan débil que apenas podía moverme. El suelo se balanceaba bajo mis rodillas. Mi visión se volvió borrosa. Lo último que vi antes de que todo se volviera negro fue el rostro de Isabella, mirándome caer.

Cuando desperté, no estaba en el sótano. Estaba en mi antigua habitación, la de antes de mi "castigo". La luz del sol entraba por la ventana. Estaba en la cama, y mis heridas habían sido limpiadas y vendadas de nuevo.

Por un momento, me sentí confundido. ¿Qué había pasado?

Entonces, la puerta se abrió. Era Isabella. No llevaba su vestido de fiesta, sino una simple bata de seda. Su rostro estaba pálido y no llevaba maquillaje. Parecía... cansada.

Se sentó en el borde de la cama. No dijo nada durante un largo rato.

"El médico dijo que tienes una infección grave", dijo finalmente, su voz apenas un susurro. "Y agotamiento extremo. Dijo que si no hubieras recibido atención, podrías haber muerto."

La miré sin expresión. La muerte era lo que yo quería.

Pareció leer mis pensamientos. "No vas a morir, Diego. No te lo permitiré."

Se inclinó hacia mí. Su rostro estaba muy cerca del mío. Olía a lavanda y a algo más, algo que no pude identificar. ¿Era arrepentimiento?

"Descansa", murmuró. "Yo te cuidaré."

Sus labios rozaron mi frente, un beso tan ligero como el ala de una mariposa. Pero no se sentía como un beso. Se sentía como el toque de un fantasma.

Cerré los ojos, fingiendo dormir. Mi corazón latía con cautela. ¿Qué era este nuevo juego? ¿Era esta la parte en la que ella me mostraba bondad para luego arrancármela de la forma más cruel posible?

Justo cuando empezaba a relajarme, la escuché susurrar un nombre, tan bajo que casi no lo oí.

"Alejandro..."

Mi cuerpo se congeló. No me estaba besando a mí. En su mente, en su corazón, estaba besando a Alejandro. Yo solo era un sustituto, un cuerpo cálido en una cama.

La ironía era tan amarga que casi me ahoga. Incluso en su momento de aparente ternura, yo no existía para ella. Era invisible.

La puerta se cerró suavemente. Me quedé solo en la habitación, con el eco de su nombre en mis oídos. Y la certeza de que nada había cambiado. Nada cambiaría nunca.

                         

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