Luego, su compostura se rompió. Me tomó de la mano, y su agarre era sorprendentemente frágil. "Sofía, ¿estás segura de esto? El norte está muy lejos. Es un mundo diferente. Estarás sola."
"No estaré sola," respondí, apretando su mano. "Te tendré a ti. Y ya no estaré con Carlos. Eso es todo lo que importa."
Ver las lágrimas brillar en los ojos de mi tía, una mujer que yo creía hecha de hierro, me partió el corazón. Ella era todo lo que me quedaba de mi familia. Pero sabía que esta era la única manera. Tenía que escapar del campo de gravedad de Carlos Torres, o me consumiría por completo.
Al día siguiente, mi tía movió sus hilos. Una llamada a su abogado, una notificación formal enviada a las oficinas de Torres Corp. El compromiso se canceló oficialmente. La noticia corrió como la pólvora en los círculos de la élite de la ciudad.
Por primera vez en lo que pareció una eternidad, sentí una chispa de alegría. Mientras me probaba ropa sencilla para mi nueva vida en el norte, me encontré tarareando una vieja canción. Me miré en el espejo y vi un hematoma desvaneciéndose en mi mejilla y un corte en mi labio, pero también vi una luz en mis ojos que había estado apagada durante mucho tiempo. Era la luz de la libertad.
La reacción de Carlos no se hizo esperar.
Dos días después, los titulares de las revistas de chismes explotaron. "Carlos Torres y la socialité Blanca Ruiz anuncian su compromiso. ¡Esperan a su primer hijo!" La foto que la acompañaba era de ellos dos, sonriendo radiantemente, con Carlos acunando protectoramente el vientre apenas visible de Blanca.
Era una jugada de poder. Una forma de decirme: "Mira, no te necesito. Ya te he reemplazado. Eres insignificante."
Pero el verdadero golpe vino esa misma tarde. Fui a mi antiguo apartamento a recoger algunas pertenencias personales que había dejado atrás. Pensé que él estaría en su oficina. Me equivoqué.
Estaba sentado en mi sala de estar, como si me estuviera esperando. Blanca no estaba con él.
"Así que es verdad," dijo, su voz peligrosamente calmada. Se levantó y caminó lentamente hacia mí. "Vas a casarte con un granjero."
"Su nombre es Ricardo Delgado," corregí, manteniéndome cerca de la puerta. "Y es un empresario agrícola."
Él se rió, un sonido hueco y desagradable. "Llámalo como quieras. Un paleto que cultiva aguacates. ¿De verdad crees que te hará feliz?"
"Cualquier cosa es mejor que estar contigo," espeté.
Su calma se rompió. Se abalanzó sobre mí, acorralándome contra la puerta. Su cuerpo presionaba contra el mío, robándome el aire.
"Puedes casarte con él," siseó en mi oído, su aliento caliente en mi cuello. "Pero nunca serás suya. Eres mía, Sofía. Siempre lo serás. Y cuando te canses de jugar a la granjerita, vendrás corriendo de vuelta a mí."
Intenté empujarlo, pero era como empujar una pared de granito.
"Y una cosa más," continuó, su voz bajando a un susurro venenoso. "Blanca está muy delicada. El médico dice que cualquier estrés podría ser perjudicial para el bebé. Si algo le pasa a mi hijo por tu culpa, si escucho que andas diciendo mentiras sobre nosotros..."
Dejó la amenaza suspendida en el aire, pero el mensaje era claro. Me estaba culpando de antemano por cualquier cosa que pudiera salir mal, usaba a su supuesto hijo como un escudo y un arma.
"No te acerques a Ricardo," advirtió. "No quiero verte cerca de ningún otro hombre. ¿Entendido?"
Era absurdo. Me estaba amenazando para que no me acercara al hombre con el que me iba a casar. Su lógica era tan retorcida como su alma. Quería que me casara con otro, pero que siguiera siendo suya, una posesión guardada en un estante lejano hasta que él decidiera volver a jugar conmigo.
Justo en ese momento, el teléfono de Carlos sonó. Vio el nombre en la pantalla y su expresión se suavizó en una máscara de devoción. Era Blanca.
"Mi amor," dijo con una voz empalagosa. "Sí, ya casi voy para allá... No, no te preocupes, solo estaba resolviendo un asunto pendiente." Se apartó de mí, dándome el espacio que necesitaba para respirar. "Sí, te llevaré esos pasteles que te gustan. Descansa, mi vida. Cuida a nuestro campeón."
Colgó y me miró con una última advertencia en sus ojos.
"No me pongas a prueba, Sofía."
Y con eso, se fue.
Me quedé allí, temblando de rabia y frustración. Pero esta vez, el miedo no me paralizó. Transformé esa rabia en acción. Agarré una caja vacía y empecé a empacar mis cosas con una velocidad febril. Cada objeto que metía en la caja era un lazo que cortaba con mi pasado, un paso más hacia mi libertad.
No volvería a ser su víctima. No importaba lo que hiciera o dijera. Mi futuro estaba en el norte, con un hombre que ni siquiera conocía, pero que representaba la única esperanza que me quedaba.