Cerré los ojos y me dejé ir.
No luché. Ya no tenía sentido. Durante años, había peleado por cada segundo de control, por cada momento de existencia. Pero ahora, ceder era una liberación.
Me retiré a mi "espacio interior", ese lugar silencioso en nuestra mente desde donde podía observar el mundo a través de los ojos de Valeria sin poder intervenir. Era como ver una película en la que yo era la espectadora fantasma.
Cuando Valeria tomó el control, el cambio fue instantáneo. Los músculos de su rostro se relajaron en una sonrisa dulce y tímida. Su postura se encorvó ligeramente, proyectando una imagen de fragilidad.
"¡Valeria! ¡Feliz cumpleaños!"
Roy la abrazó con una fuerza que nunca usaba conmigo. Máximo la rodeó con sus brazos, besando su frente con una ternura que me robó el aliento.
La llevaron al comedor, que habían decorado con guirnaldas improvisadas y luces tenues. Había un pastel, un lujo casi impensable en este mundo roto. Todos la aclamaban, le cantaban, le ofrecían pequeños regalos hechos a mano.
El afecto que le daban era un torrente, y yo lo sentía como un eco lejano y doloroso. A mí nunca me habían celebrado. A mí me temían, me necesitaban, pero nunca me quisieron.
"Oh, chicos, no teníais que hacer todo esto," dijo Valeria, con una modestia perfectamente ensayada. "Yo no he hecho nada para merecerlo. Es Cata la que trabaja duro."
Escuché las risas incómodas.
"No digas eso, Val," dijo Máximo, acariciando su mejilla. "Tú nos das esperanza. Nos recuerdas por qué luchamos."
Una mentira conveniente. Luchaban porque yo los mantenía vivos.
Roy le sirvió un trozo de pastel. "Cata solo hace lo que tiene que hacer. Pero tú, tú eres el corazón de este lugar."
El corazón. Un órgano frágil que necesitaba protección constante. Esa era yo, la caja torácica que recibía todos los golpes.
Observé cómo Máximo le daba de comer un trozo de pastel, cómo Roy le contaba un chiste y ella reía, una risa cristalina que a mí nunca me salía. Vi la adoración en sus ojos y supe, con una certeza absoluta, que yo sobraba.
En mi espacio interior, sentí un cambio. Algo se estaba desvaneciendo. Miré hacia abajo, a mis manos fantasmales. En mi muñeca, donde una vez estuvo grabado mi nombre en mi propia conciencia, las letras "C-a-t-a-l-i-n-a" empezaban a borrarse.
Quedaban seis días.
La cuenta atrás había comenzado. Y por primera vez, sentí una extraña paz.