Renací Para Odiarte
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Capítulo 1

La última imagen que Sofía vio fue el reflejo distorsionado de su propio rostro en el acero pulido de la mesa de operaciones.

Estaba fría, de un frío que le calaba hasta los huesos, un frío que no venía del metal, sino de la desesperanza.

A su alrededor, figuras vestidas de blanco se movían con una eficiencia desalmada, sus voces eran un murmullo clínico que hablaba de "sujetos con dones", "potencial genético" y "procedimientos de extracción".

Nadie la llamaba por su nombre.

No era Sofía, era un espécimen.

En su vida pasada, o más bien, en esta vida que ahora terminaba, ella había sido la hermana discreta, la sombra.

Su hermana, Isabella, había brillado con una luz cegadora, bendecida con el "don del éxito" que su madre, Elena, les había ofrecido elegir cuando eran niñas.

Isabella, con su ambición desmedida, lo había arrebatado sin dudar, construyendo un imperio de la moda que la convirtió en el orgullo de la familia.

Sofía, por otro lado, recibió el "don de la humildad".

Un don que, según su madre, era perfecto para una chica de su naturaleza: reservada, dócil, manejable.

Y así fue.

Su humildad la llevó a un matrimonio arreglado con Mateo, un empresario influyente de la Ciudad de México que la cubrió de lujos, pero la trató como un adorno más en su vasta colección de posesiones.

Vivía en una jaula de oro, invisible para el mundo, mientras Isabella acaparaba todas las miradas.

Pero el éxito de Isabella era una espada de doble filo.

Atrajo la codicia de sus parientes, sanguijuelas que se pegaron a su fortuna, exigiendo más y más.

Cuando Isabella, harta, les cerró el grifo, la traicionaron.

La denunciaron a una sociedad secreta, una organización clandestina que cazaba a personas con "dones" para experimentar con ellas.

El don del éxito de Isabella, que tanto la había elevado, se convirtió en su sentencia de muerte.

Fue capturada, torturada en un laboratorio como este, y finalmente, murió.

Sofía se enteró de la noticia por un escueto mensaje de su esposo, más preocupado por el escándalo que por la pérdida.

Y ahora, irónicamente, ella estaba aquí, en el mismo infierno.

La sociedad secreta, al investigar a la familia, descubrió su propio don.

El "don de la humildad" la hacía parecer inofensiva, pero para ellos, cualquier don era un recurso valioso que debía ser extraído y estudiado.

El dolor se intensificó, una agonía que le recorría cada nervio.

Cerró los ojos, un último pensamiento amargo cruzando su mente: al final, a nadie le importó nunca. Ni su éxito silencioso, ni su tragedia callada.

La oscuridad la envolvió por completo.

...

Un rayo de sol le golpeó los párpados.

Sofía parpadeó, confundida.

El dolor había desaparecido.

El frío laboratorio se había esfumado.

Estaba en su habitación de la infancia, la que compartía con Isabella.

El papel tapiz con flores rosas que tanto odiaba seguía en la pared.

El aire olía a la cera para muebles que su madre usaba obsesivamente.

Escuchó la voz de su madre, Elena, desde el pasillo, con ese tono falsamente dulce que siempre usaba cuando quería algo.

"¡Sofía, Isabella! ¡Bajen ahora mismo! ¡Tengo algo muy especial para ustedes!"

El corazón de Sofía se detuvo.

Conocía esa voz, esa frase.

Era el día. El día en que su madre les pidió que eligieran sus dones.

Se levantó de la cama, sus piernas temblaban.

Se miró en el espejo del tocador y vio el rostro de una adolescente, su propio rostro de hacía diez años, sin las marcas del dolor y la resignación.

Estaba viva.

Había vuelto.

Una oleada de emociones la sacudió: incredulidad, miedo, y luego, una furia helada y clara.

Había recibido una segunda oportunidad.

Y esta vez, no sería la víctima.

Bajó las escaleras lentamente.

En la sala, su madre Elena estaba de pie con dos cajas de madera idénticas sobre la mesa de centro.

Su padre, Ricardo, estaba sentado en su sillón de siempre, con el periódico en la mano, fingiendo no prestar atención, pero Sofía sabía que era cómplice del teatro de su madre.

Isabella ya estaba allí, con los ojos brillantes de codicia, mirando las cajas.

"Mis queridas hijas", comenzó Elena, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. "Hoy es un día muy importante. Dentro de estas cajas hay un regalo para cada una, un 'don' que las guiará en la vida. Deben elegir sabiamente".

Elena tomó una de las cajas y la deslizó hacia Sofía.

"Esta es para ti, Sofía. El don de la humildad. Te asegurará una vida tranquila y protegida".

Luego, le ofreció la otra a Isabella.

"Y para ti, Isabella, el don del éxito. Sé que sabrás aprovecharlo".

Era exactamente como en su vida pasada.

Un guion perfectamente ensayado por su madre para asegurar que Isabella, su favorita, obtuviera la herramienta para la gloria, mientras que Sofía quedaba relegada a un papel secundario.

Sofía estaba a punto de tomar su caja, lista para repetir la historia pero con un nuevo plan, cuando ocurrió algo inesperado.

Isabella, con una rapidez que no le conocía, se abalanzó sobre la mesa.

"¡No!" gritó, arrebatando la caja destinada a Sofía. "¡Yo quiero esta!"

Elena y Ricardo se quedaron atónitos.

"Isabella, ¿qué estás haciendo?", la reprendió su madre. "Ese es el don de la humildad. ¡Tú necesitas el éxito!"

Isabella abrazó la caja con fuerza, una mirada maliciosa en sus ojos que Sofía reconoció al instante.

Era la misma mirada que tenía en su vida pasada cuando lograba algo a costa de otros.

Pero había algo más en esa mirada, un destello de conocimiento, de familiaridad con la situación que no debería estar ahí.

"La humildad llevó a Sofía a casarse con un millonario y a tener una vida de lujos sin mover un dedo", dijo Isabella, casi para sí misma, pero lo suficientemente alto para que todos la oyeran. "Mientras que el 'éxito' solo me trajo problemas y enemigos. Esta vez, yo tendré la vida fácil. Que Sofía se enfrente a los buitres y a los laboratorios si es tan lista".

El aire se congeló en la habitación.

Sofía la miró fijamente.

Isabella... recordaba.

De alguna manera, ella también había vuelto.

Y en su estupidez, en su ambición ciega, había interpretado la historia de forma completamente equivocada.

Creía que la humildad era un atajo a la riqueza y la seguridad, sin entender que fue precisamente esa cualidad la que la hizo un peón perfecto para otros.

Condenaba a Sofía, en su mente, al destino trágico que ella misma había sufrido.

Elena estaba a punto de protestar, pero Isabella abrió la caja con manos temblorosas, y una suave luz dorada envolvió su mano antes de desvanecerse.

El don de la humildad ahora era suyo.

Isabella suspiró, satisfecha, como si acabara de asegurar su futuro.

Miró a Sofía con desprecio, esperando verla llorar, suplicar.

Pero Sofía no hizo nada de eso.

Una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios.

Una sonrisa genuina, llena de una ironía oscura.

Pobre Isabella.

Incluso con la experiencia de una vida entera de sufrimiento, seguía siendo la misma tonta superficial y avariciosa.

Había elegido su propio veneno, creyendo que era un premio.

Y le había entregado a Sofía el arma que necesitaba para su venganza.

            
            

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