Renací Para Odiarte
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Capítulo 3

"¡Mira lo que has hecho!", le espetó Elena a Sofía, su voz un siseo venenoso. "¡Por tu culpa, tu hermana ha tomado la decisión equivocada! ¡Siempre tan pasiva, tan inútil!"

Sofía no respondió.

Era la misma cantaleta de siempre.

Todo era siempre su culpa.

Si Isabella sacaba una mala nota, era porque Sofía no la había ayudado a estudiar.

Si Isabella tenía un berrinche, era porque Sofía la había provocado con su silencio.

Si llovía en el día de campo familiar, de alguna manera, también era culpa de Sofía.

Había pasado toda su primera vida creyendo esa mentira, interiorizando la culpa hasta que se convirtió en parte de ella.

Pero ahora, sus palabras eran solo ruido.

Un eco vacío de un pasado que ya no le pertenecía.

"¿Por qué no la detuviste?", insistió Ricardo, con su habitual falta de carácter. "Debiste haber insistido en tomar tu don".

Sofía casi se ríe.

¿Insistir?

¿Cuándo en su vida le habían permitido insistir en algo?

Su opinión siempre había sido irrelevante.

"No te preocupes, mamá", dijo Isabella, interrumpiendo el regaño. "Esto es lo mejor. Ahora Sofía tendrá que esforzarse y traer dinero a casa. Yo, con mi humildad, me dedicaré a ser una buena hija y a prepararme para un buen matrimonio".

La ironía era tan densa que se podía cortar con un cuchillo.

En ese momento, Sofía entendió algo más profundo.

El origen de todo.

En su vida pasada, nunca supo de dónde venían los dones.

Su madre siempre lo había presentado como un secreto familiar místico.

Pero ahora, con las piezas del rompecabezas de dos vidas en su mano, la imagen era clara.

La sociedad secreta no solo cazaba a los portadores de dones, probablemente también los creaba y distribuía, buscando linajes que pudieran servir como incubadoras.

Su familia no era especial; eran simplemente ratas de laboratorio en una jaula más grande.

Elena y Ricardo no eran guardianes de un legado, eran peones, probablemente a cambio de algún estatus o beneficio económico que nunca compartieron con sus hijas.

Por eso el pánico de Elena.

No era solo el futuro de Isabella lo que estaba en juego, era su propio acuerdo con esa gente sombría.

Isabella, ajena a todo esto, se deleitaba en su supuesta victoria.

Puso su mano sobre la caja del "don de la humildad", y esta vez, la luz dorada brilló con más intensidad, como si el don se estuviera asentando definitivamente en su nuevo huésped.

Un sonido casi inaudible, como un clic, resonó en la habitación.

El trato estaba cerrado.

Elena miró a Sofía con puro odio.

"¡Fuera de mi vista! ¡A tu habitación! ¡No saldrás de ahí hasta que yo lo diga!"

Era su castigo estándar.

En el pasado, Sofía habría subido corriendo, llorando en silencio.

Ahora, simplemente se dio la vuelta y caminó hacia las escaleras con una calma que desconcertó a sus padres.

Mientras subía, escuchó a Isabella decir con voz burlona: "No seas tan dura con ella, mamá. Alguien tiene que limpiar el desastre que el 'éxito' va a causar".

Sofía entró en su habitación y cerró la puerta.

El encierro no le molestaba.

Le daba tiempo para pensar, para planificar.

Se sentó en la cama, el silencio de la habitación era un bálsamo.

Recordó el "don del éxito" de Isabella.

No era una varita mágica.

No le daba ideas de diseño de la nada.

Lo que hacía era manipular sutilmente las probabilidades.

Una reunión casual con el inversor adecuado.

Un artículo de revista que aparecía justo en el momento oportuno.

La inspiración para un diseño que, casualmente, se alineaba con una tendencia emergente.

Era un empujón, no un motor.

El motor seguía siendo la persona.

Y el motor de Isabella era su ambición y su trabajo incansable, alimentados por su ego.

Ahora, con el don de la humildad, ese motor se apagaría lentamente.

La humildad la haría dudar de sus propias ideas, la haría ceder en las negociaciones, la haría evitar los riesgos necesarios para triunfar.

Estaba destinada a la mediocridad, y lo peor era que lo había elegido ella misma.

Sofía miró la otra caja, la que contenía el "don del éxito", que seguía sobre la mesa de centro de la sala.

En su prisa por culparla, sus padres la habían olvidado.

Una idea audaz se formó en su mente.

Esperó hasta que la casa estuvo en silencio, hasta que escuchó los ronquidos de su padre y el murmullo del televisor en la habitación de su madre.

Salió de su habitación sin hacer ruido, bajando las escaleras como un fantasma.

Ahí estaba.

La caja de madera oscura, esperando.

Extendió la mano, su corazón latiendo con fuerza.

No por miedo, sino por anticipación.

Cuando sus dedos rozaron la superficie de la caja, esta se abrió por sí sola.

Una luz brillante, mucho más intensa que la que había envuelto a Isabella, surgió de su interior.

No era dorada, sino de un blanco puro y potente.

La luz se vertió en su mano, una sensación cálida y energizante que se extendió por todo su cuerpo.

No se sintió arrogante ni ambiciosa.

Se sintió... capaz.

Clara.

Fuerte.

El clic resonó de nuevo, esta vez dentro de su propia mente.

El don del éxito ahora era suyo.

Y a diferencia de Isabella, ella sabía exactamente cómo usarlo.

No para la fama y la gloria.

Sino para construir una fortaleza tan inexpugnable que nadie, ni su familia, ni Mateo, ni la sociedad secreta, pudieran volver a tocarla jamás.

            
            

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