Renací Para Odiarte
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Capítulo 2

"¡Isabella, eres una tonta!", gritó Elena, su rostro enrojecido por la furia. "¿Cómo pudiste elegir la humildad? ¡Esa era para tu hermana! ¡Para que no nos diera problemas!"

Ricardo finalmente bajó el periódico, mirando a Isabella con una mezcla de confusión y decepción.

"Tu madre tiene razón, hija. El éxito es lo que nuestra familia necesita".

Isabella, sin embargo, parecía completamente satischa con su decisión. Se aferraba a la caja ahora vacía como si fuera un trofeo.

"Ustedes no entienden", dijo con una confianza que no le correspondía. "La humildad es la verdadera clave. Sofía vivió como una reina sin hacer nada. Yo seré más inteligente. Yo tendré la riqueza y la paz".

Sofía observaba la escena desde la distancia, un torbellino de pensamientos en su cabeza.

La confirmación era absoluta. Isabella recordaba todo.

Recordaba su propio ascenso y caída, el imperio de la moda, la traición de sus parientes, el laboratorio.

Pero su conclusión era tan estúpidamente egocéntrica que resultaba casi cómica.

No veía que su arrogancia y egoísmo la habían llevado a la ruina.

No, en su mente, el problema había sido el "don del éxito" en sí mismo, por ser demasiado llamativo, por atraer la envidia.

En su vida pasada, Sofía había tomado la caja de la humildad con resignación.

Una luz suave la había envuelto, y desde ese día, sintió una inclinación natural a no destacar, a ceder, a poner a los demás primero.

Se convirtió en la hija perfecta para unos padres que no querían lidiar con ella.

Fue fácil para ellos casarla con Mateo, un hombre que no buscaba una esposa, sino un accesorio silencioso.

Su vida con él había sido un vacío lujoso.

Vivía en una mansión en Las Lomas, con choferes, cocineros y un armario lleno de ropa que nunca elegía.

Mateo la exhibía en cenas de negocios y eventos de caridad, orgulloso de su belleza tranquila y su falta de opinión.

"Mi esposa es un ángel", solía decir. "No causa problemas".

Mientras tanto, Isabella conquistaba el mundo.

Su marca, "Isabella V.", era sinónimo de lujo y audacia.

Sus desfiles eran los eventos más cotizados, sus diseños aparecían en todas las revistas.

La familia se deleitaba con su éxito.

Elena y Ricardo se convirtieron en figuras de la alta sociedad gracias a ella.

Los tíos, primos y demás parientes, que nunca antes se habían preocupado por ellas, aparecieron de la nada, pidiendo favores, préstamos, trabajos.

Isabella, en la cima de su arrogancia, los complacía al principio, disfrutando de su poder sobre ellos.

Pero las sanguijuelas nunca se sacian.

Sus demandas se volvieron más y más grandes.

Cuando Isabella finalmente se cansó y los rechazó, su resentimiento se convirtió en veneno.

Sofía lo recordaba con una claridad dolorosa.

Una llamada tarde en la noche de una Isabella aterrorizada.

"Me están siguiendo, Sofía. Unos hombres de traje. Dicen que saben lo del don".

Sofía, atrapada en su propia jaula dorada, no pudo hacer nada.

Mateo le prohibió involucrarse. "Es el desastre de tu hermana, no el nuestro", le dijo con frialdad.

Pocos días después, Isabella desapareció.

La versión oficial fue un secuestro.

La verdad, como Sofía supo mucho después, fue mucho más siniestra.

Los parientes, en su despecho, habían vendido la información sobre el "don del éxito" de Isabella a la sociedad secreta.

La misma sociedad que, años después, la encontraría a ella.

Recordó la última vez que vio a Isabella en esa vida.

No en persona, sino en una fotografía granulada que un investigador privado, contratado en secreto con las pocas joyas que había logrado vender, le entregó.

Isabella estaba en una camilla de metal, delgada, pálida, con los ojos vacíos de toda su arrogancia.

La imagen estaba fechada un día antes de su muerte confirmada.

Y ahora, esa misma Isabella estaba frente a ella, radiante de estúpida confianza, creyendo que había burlado al destino.

No entendía que el "don de la humildad" no le daría una vida de lujo pasivo.

Solo la haría más susceptible a la manipulación, más fácil de controlar, más propensa a aceptar su destino sin luchar.

La haría la víctima perfecta, no para un matrimonio de conveniencia, sino para la misma familia que la exprimiría hasta dejarla seca.

Isabella miró a Sofía, su expresión llena de un triunfo mezquino.

"Ahora te toca a ti, hermanita. A ver cómo te va con el 'éxito'. A ver cuánto duras antes de que te despedacen. Yo estaré viéndolo todo desde mi cómoda y tranquila vida".

Sofía sintió una punzada, no de dolor, sino de una lástima helada.

Isabella no solo era cruel, era idiota.

Y su idiotez acababa de firmar su propia sentencia por segunda vez.

            
            

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