Renací Para Odiarte
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Capítulo 4

El desprecio de su familia no era algo nuevo, había nacido con él.

Elena y Ricardo siempre habían querido un hijo varón.

Un heredero que llevara el apellido Ricardo y se hiciera cargo de los negocios familiares, por modestos que fueran.

Cuando nació Isabella, hubo una decepción palpable, pero la consolaron con la idea de que podrían casarla bien.

Dos años después, cuando nació Sofía, la decepción se convirtió en una carga.

Otra boca que alimentar, otra dote que preparar.

Desde el principio, Sofía fue la hija invisible.

Sus primeros pasos no fueron celebrados, sus primeras palabras apenas registradas.

Mientras Isabella era vestida con volantes y lazos, y exhibida como una muñeca, a Sofía se le daba ropa heredada y se le decía que no molestara.

Creció en las sombras de su hermana, aprendiendo a ser autosuficiente porque no tenía otra opción.

Aprendió a leer sola, a hacer sus deberes sin ayuda, a consolarse a sí misma cuando tenía pesadillas.

Isabella, por su parte, desarrolló un resentimiento temprano hacia ella.

A pesar de ser la favorita, no podía soportar que Sofía fuera, en muchos aspectos, superior sin esfuerzo.

Sofía tenía una belleza serena que no requería adornos, mientras que Isabella necesitaba atención constante para sentirse bonita.

Sofía era naturalmente inteligente y aprendía rápido, mientras que Isabella tenía que luchar por cada calificación.

La envidia de Isabella se manifestó en una crueldad infantil que se convirtió en un patrón.

Le rompía los juguetes a Sofía y luego lloraba diciendo que Sofía se los había quitado.

Le escondía los libros de la escuela antes de los exámenes.

Le contaba a sus padres mentiras sobre Sofía, acusándola de cosas que nunca había hecho.

"Sofía me empujó", sollozaba Isabella, mostrándole un raspón en la rodilla que se había hecho ella misma al caerse de la bicicleta.

Elena y Ricardo nunca dudaban de su hija predilecta.

"¡Sofía, ven aquí ahora mismo!", gritaba su madre. "¿Cómo te atreves a lastimar a tu hermana? ¡Castigada!"

No importaba cuántas veces Sofía intentara defenderse, sus palabras eran inútiles.

"No es verdad, yo no hice nada".

"¡No mientas!", intervenía su padre. "Pídele perdón a tu hermana".

La humillación de tener que disculparse por algo que no había hecho era una constante en su infancia.

Aprendió que la verdad no importaba, solo la versión de Isabella.

Con los años, el acoso se volvió más sofisticado.

En la escuela secundaria, Isabella difundía rumores sobre ella.

Le decía a los chicos que a Sofía le gustaban que ella era rara o aburrida.

Saboteaba sus proyectos de grupo, "perdiendo" convenientemente partes importantes del trabajo de Sofía.

Y en casa, la dinámica era la misma.

Sus padres la ignoraban o la criticaban, mientras colmaban a Isabella de elogios y regalos.

Si Sofía obtenía un diez en un examen, respondían con un tibio "qué bien".

Si Isabella obtenía un siete, celebraban como si hubiera ganado un premio Nobel. "¡Lo hiciste muy bien, mi amor! ¡Sabemos cuánto te esforzaste!"

Ahora, con la memoria de dos vidas, Sofía veía este pasado no con dolor, sino con una fría objetividad.

Eran un grupo de personas patéticas, unidas por la debilidad y el egoísmo.

Su padre, un hombre sin voluntad.

Su madre, una manipuladora frustrada.

Su hermana, un pozo sin fondo de inseguridad y malicia.

El castigo de estar encerrada en su habitación, que antes la habría sumido en la tristeza, ahora era un respiro bienvenido.

Le daba la oportunidad de empezar a trazar su plan.

El primer paso era la independencia financiera.

En su vida pasada, había dependido completamente de Mateo.

Ese fue su mayor error.

Esta vez, tendría su propio dinero, su propio poder.

El "don del éxito" sería su herramienta secreta.

Recordaba las conversaciones de Mateo sobre inversiones, las acciones que se dispararon, las oportunidades que surgieron.

Tenía diez años de conocimiento financiero futuro en su cabeza.

Era una ventaja casi injusta.

Sacó un viejo cuaderno y un lápiz del cajón de su escritorio.

Empezó a escribir nombres de empresas, fechas, tendencias del mercado.

No necesitaba un imperio de la moda como Isabella.

Su éxito sería silencioso, invisible, pero mucho más sólido.

Construiría una fortuna que nadie podría arrebatarle.

Una fortuna que la compraría su libertad.

Escuchó a Isabella reírse en el pasillo, probablemente contándole a su madre alguna nueva mentira sobre ella.

Sofía sonrió para sus adentros.

Ríe ahora, Isabella.

Ríe mientras puedas.

Porque el juego ha cambiado.

Y esta vez, yo pongo las reglas.

                         

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